jueves, 10 de noviembre de 2016

SOLO PARA LOCOS

Un buen día se levantó con el pie cruzado, se miró en el espejo y dijo aquello de “hasta aquí hemos llegado” y decidió cambiar el orden y función de sus órganos, darles un toque de atención, ponerles las maletas en la calle. Le incomodaban aquellas sucias tretas que ese puñado de solitarios sinvergüenzas tramaban por dentro de su cuerpo. De entre todas aquellas artimañas, el peor de los incordios era, sin lugar a dudas, que nunca consiguiesen ponerse de acuerdo.

     Había llegado el momento de hacer algo al respecto, así que, en primer lugar, decidió abandonar los tímpanos a su suerte en la esquina de enfrente, para que el blues del viento y el rocanrol de las voces los arropasen de ruido. Con demasiada frecuencia, las canciones que usamos para sanar el corazón no llevan el suficiente antídoto para tanta cicatriz. Y también, demasiado a menudo, a uno le apetece ponerse hasta las cejas con un poco de silencio. Arrivederci oídos. Después, optó por deshacerse de la boca. El uso diario de aquella deslenguada flanqueada por hoyuelos era, desde tiempos inmemoriales, reír, protestar y besar como quien remienda el adiós de su última noche de verano con una aguja en la lengua. Haciendo gala de lo políticamente incorrecto, dando mordiscos al mundo. Su inquieta boca era un incontrolable imán para los problemas, un insulto al karma y una batalla de trinchera sin aviso previo. La dobló con cuidado, la metió en un sobre viejo y arrugado, cerró este con pegamento, y lo echó al primer buzón que encontró sin remitente alguno y al destino más lejano que se le ocurrió, una calle perdida y olvidada del más olvidado y perdido pueblo de Australia. Hay bocas que deberían tomarse unas largas vacaciones y la mía es una de ellas, se dijo sin titubear. A continuación, los ojos, a falta de mejores ideas, se los regaló a un anciano vagabundo, flaco y despeinado, que solía dormir cerca de su portal, masticando mendrugos de pan duro y mendigando un poquito de cariño o amor de los compadres borrachos que nunca se iban a dormir tempano. Tal vez lo hizo para que se sintiese menos afligido, o para que pasease su propia mirada hambrienta por la ciudad, y así pudiera ganar su partida callejera a las pupilas eléctricas de los coches. Aquello no le importó demasiado, unos ojos sin boca no sirven de mucho. Las pestañas ya se las había quemado algún sol travieso y deshonesto, de aquellos que siempre buscan estar en el hemisferio equivocado del planeta, con la eterna cantinela, la copa de whiskey y los pantalones rotos y deshilachados.

     Después de mucho meditar, tiró los hombros de canasta a la papelera, con las cáscaras de los plátanos, los medicamentos caducados, los papeles sucios y las colillas usadas. Hasta nunca. Demasiado cansados siempre, demasiado pesarosos, demasiado bonitos también para quebrarse sosteniendo el peso del mundo. Se fabricó un hermoso columpio con los intestinos y ató sus extremos a dos estrellas de la constelación de Andrómeda. ¡Quién sabe, igual se rompía al primer uso, porque hay luces de estrellas que son de mentira y llegan a la puerta de nuestra casa cuando sus portadoras han muerto ya hace incontables milenios! Igual alguna sirena caprichosa, dueña de una supernova fugaz, se llevaba sus entrañas para jugar sin permiso en los confines de la Vía Láctea, como en una lejana discoteca iluminada por cientos de neones estropeados. Sí, en aquel mismo lugar donde aún hoy viven los corderos sin bozal y las rosas con sus pobres espinas.

    Le costó bastante más desprenderse del estómago, porque el estómago era astuto como una comadreja, más inteligente que su propio dueño y menos cobarde que el resto de vísceras. Tenía complejo de bohemio, espíritu de aventurero, alma de kamikaze y coraza de poeta. Pero a veces es necesario cortar por lo sano. Como un cirujano compungido, lo envolvió con mimo en una manta vieja, para que no pasase demasiado frío, y lo dejó a la orilla de un camino cerca del mar. Allí las madrugadas serían aterciopeladas y olerían a salitre y a nubes y a recuerdos del océano. Así las oscuras noches rellenarían los nervios de su tripa de luciérnagas artificiales. Los pulmones, sin embargo, no le produjeron la menor tristeza… ¡tantas veces lo habían dejado sin aire, tantas veces indefenso, sin cuchillo entre los dientes, como un Robin Hood extraviado robándole suspiros al viento! Los pulmones hacían siempre trampas, y eran unos soldados mercenarios, cobardes de mierda. Le dio más pena por el aire de otros que guardaban dentro, por las bocanadas del humo de otras bocas, por las gélidas vaharadas de aquellas mañanas de café y gasolina respirando a diciembre en cualquier balcón. Por las caladas de los lunes y los martes y los miércoles al sol y los vicios que descongestionaban el inaguantable bochorno de agosto. ¡Malditos pulmones que tiraban la piedra y escondían la mano! ¡Que se jodan!, gritó mientras los arrojaba a la sucia oscuridad de cualquier alcantarilla de mala muerte. Cuando por fin le tocó el turno al hígado no pudo por menos que sonreír al despedirse tras darle una palmadita cariñosa. Total, él creía en la reencarnación y así era todo mucho más sencillo. Además, el muy truhan lo había pasado de maravilla durante los últimos años. Escuchó como la melancólica melodía de la cisterna lo engullía hacia el metálico laberinto de tuberías. ¡Bon voyage, mon amour!

     En lo que respecta a la nariz, deshacerse de ella podría suponer mandar al carajo los siderales viajes de miles de aromas, fragancias y olores que habían compuesto el perfume de su historia. Pan recién hecho, tierra mojada, incienso, primavera, el jabón aquel de hierbabuena, café, lavanda, la humedad de los armarios, el suavizante de la ropa, la brisa del mar, los libros gastados y manoseados, la hierba del parque por la noche, los callejones de la ciudad y su aroma a versos urbanos llenos de rimas… Los olores de otros. De otras personas y de otros lugares y otros tiempos que ya nunca volverían a pasearse por delante de su ventana. Metió la nariz en uno de los buzones amarillos de aquella urbanización de las afueras en la que residían tantos ricachones idiotas, tal vez así alguien aprendiese a filtrar otros aromas mundanos que no fuesen solo piel y maquillaje. Como un sigiloso y clandestino Papá Noel, dejó la garganta en la chimenea, para que al menos se quedase tranquila con la anestesia del crepitar de las ascuas, y las perezosas bocanadas de hollín. ¿Y las piernas? Al vertedero más cercano, junto a sofás destrozados, maniquíes descatalogados y muñecas envenenadas de óxido. A bailar y trotar entre toneladas de chatarra, si aún les quedaban ganas. Porque siendo sinceros ¿para qué demonios sirven unas piernas si nunca sobra espacio y siempre falta tiempo?

     El maltrecho corazón, al Burger King del centro comercial. Dicen las malas lenguas que allí se come basura y no sería muy complicado que encontrase gentil acomodo entre sus mesas, con sus torpes latidos encharcados de ketchup, sus arterias sumergidas entre patatas grasientas, y así por fin se pudiese librar de su maldita arritmia y su caprichosa taquicardia. Y las venas… las sinuosas venas servirían para hacer graffitis, pues las calles huelen a sangre de todos modos y los impolutos muros han nacido para ser pintados.

     Pero, ¿y si volvían? Si volvían, ¿qué? ¿Si regresaban, todos ellos, más rebeldes y enfadados e insurgentes que nunca, y no atendían a razones como antaño, y conservaban su platónico amor por la guerra y la lucha constante y la contradicción y no por el pacifismo y la armonía? ¿Dónde podría esconderse entonces, qué haría llegado el caso? Porque reza un viejo refrán que, muerto el perro, se acabó la rabia. Pero se le olvidó añadir que los perros rabiosos nunca mueren del todo.



Juanma - 9 y 10 de Noviembre - 2016                                        

viernes, 4 de noviembre de 2016

TIC TAC

Tic tac. Tic tac. El tiempo se fuga en el devenir y rodar y deslizarse de las horas. Tú permaneces ahí, intentando guarecerte de los años en una cueva sin tiempo. Quieres detenerlo. Pero no puedes, algo te lo impide. Intentas conservar esos instantes eternos en tu memoria como el aleteo de una efímera juventud. La vejez te asusta, viene con su pesado saco de arrugas y huesos a la espalda y te hace mirar cara a cara al abismo.

Tic tac. Tic tac. No se detiene. Y esto desata el emerger de las prisas y olvidos que zarandean sin piedad tus angustiosos días. Pretendes conservar cada vivencia, atrapar su esencia, que tus recuerdos no se deshagan en mil pedazos como un puzle irrealizable. Se alejan. Y tú corres tras ellos. Pero es imposible alcanzarlos. Tiemblas hasta la extenuación, llevas al límite tu resistencia y dices no poder más. Te miras en el espejo de tus sueños buscando el reflejo de la eternidad.

Tic tac. Tic tac. Te enamoras de la aurora, de la luz del alba, pero ella te rechaza, huye de tus pasos cansados, desesperados, tristes. No queda otra salida. Cara a cara con la vida. Dejarse acariciar por los dedos del mañana. Aunque su caricia sea como el filo de mil navajas que dejan surcos a ras de tu esencia. Te desmoronas. Te pierdes. Caes a un pozo infinito cuyo fondo de lodo y púas te ahoga primero y despedaza después.

Tic-tac. Tic-tac. En ese momento despiertas. Confuso. Sin aire. Asustado. Miras el reloj y ves sus agujas marchando con cadencia militar hacia quién sabe qué guerra o batalla. Pero fuera de la prisión de los sueños no tienes miedo, ya no te dejas intimidar. Sabes que aún te queda toda una vida por delante. ¿Tic tac. Tic tac? Coges esa esfera atrapa tiempo y la arrojas por la ventana con la alegría de todas tus fuerzas. Hacia el ayer, el mañana o el nunca jamás... ¿Qué más da? Regresas a la cama y esta vez recibes a Morfeo con la eterna sonrisa de aquel al que ya no le importa el tiempo...



Juanma - 4 - Noviembre - 2016