viernes, 28 de octubre de 2016

EL FUNERAL

Había caído la noche como un manto fúnebre sobre el milenario castillo que coronaba la escarpada montaña. A lo largo de sus empinadas laderas se asentaba, en dispersos grupos de callejuelas y casas, el pueblo maldito. Las sombras se arremolinaban unas junto a otras dibujando un siniestro paraje. Se podía palpar el silencio sepulcral en las inquietas figuras que escudriñaban las impenetrables tinieblas. Una brisa furiosa despertó para unirse al espectáculo al mismo tiempo que tañían las campanas de la iglesia. Las ramas de los árboles gimieron bajo el azote del viento. Era el momento de encender las antorchas.

     El difunto yacía en su lecho mortuorio, pálido como una pequeña estatua de mármol blanco desafiando al más allá. Su rostro marchito y demacrado contrastaba con sus opulentos y oscuros ropajes: una larga túnica de varias capas de terciopelo rojo y negro. En el dedo corazón de su mano derecha lucía un hermoso anillo, con un íncubo y un súcubo entrelazados entre sí, en el que había engastado un brillante rubí. Los barrotes de la alta y enorme cama terminaban en siniestras gárgolas que escupían miradas de espanto y horror. Cientos de velas ardían temblorosas, dispuestas de forma irregular por toda la estancia. En calma y silencio, y de uno en uno, fueron desfilando ante él todos los habitantes del pueblo. No querían faltar a aquella cita ni perderse el adiós de aquel ser inmundo que en tiempos pasados había representado el huracanado azote de la maldad personificada. ¡Qué diferente parecía ahora, carcomido por la edad, subyugado por la muerte! Pese a todo, le seguían teniendo un pánico reverencial, un miedo atroz y cerval que no era, ni en su grado máximo, infundado. ¿Quién podía saber qué tipo de engendro o demonio podría aún insuflar vida en aquel cuerpo inerte? Todos le temían, todos se santiguaban y temblaban al darle la espalda. No se atrevían siquiera a mirarlo. ¿Para qué, si ya era pasto de gusanos y carne de mortaja?

     Había llegado la medianoche. La hora maldita de un día aciago y sombrío. Se percibía cierto alivio en sus rostros. No obstante, muchos de ellos se preguntaban en el cruce de sus miradas qué sería ahora de su existencia sin él. Durante todas sus vidas había sido él, desde los pasadizos, sombras y mazmorras de aquel temible palacio, quien mandaba, quien ordenaba, quien prohibía, amenazaba y azotaba con el látigo y su lengua viperina a sus fieles esclavos. No había dejado descendencia. Pese a que lo había intentado con insistencia durante su larga vida con todas las mujeres del pueblo, su semilla debía estar maldita, gracias a Dios. Por ello las despreciaba, torturaba y quemaba. Pero despreciaba también a los hombres, a los ancianos, a los niños... Despreciaba la vida tanto como su propia existencia. Ni siquiera para él mismo supo guardar algo de respeto, cariño o amor. ¿Pero cómo, si no los conocía? Siempre miraba con desdén y furiosa cólera a cualquiera que tuviera la mala suerte de toparse de frente con él, de encontrarse siquiera fugazmente con la mirada gris ceniza de aquellos demenciales ojos. Aquél que lo hacía, caía en desgracia para siempre.

     Aunque ahora, por fin, todo había terminado. Sin embargo, quedaba lo peor: el funeral. Se tenía por costumbre, en aquel entonces, coger el cuerpo sin vida y, bajo la luz de las antorchas, acompañarlo al cementerio para enterrarlo. El sitio de aquel engendro, en cambio, estaba en las criptas del castillo, junto a toda su execrable ascendencia. Pero nadie se atrevía a bajar hasta aquellas abominables estancias inmundas. Nadie había tenido tampoco el valor de mencionarlo. Ni siquiera para alzarlo a hombros y llevarlo al camposanto encontraban el arrojo y fuerzas necesarias. Todo estaba demasiado reciente aún y el temor seguía anidando dentro de sus corazones. Se miraron en silencio y, sin decir una sola palabra, todos decidieron lo mismo. Abandonar al difunto. Salir de aquel tenebroso lugar. Dejar las antorchas al lado del cuerpo y que fueran ellas las que se ocuparan de hacer el trabajo. Cabizbajos, desfilaron fuera de la lúgubre estancia. Sin mirar atrás, condenaron al olvido las siniestras salas y los escabrosos pasillos. Solemnes, pero asustados. Las llamas inmisericordes prendieron en las lujosas cortinas, en los antiquísimos muebles, en los exquisitos tapices. Los hermosos vitrales góticos del interior y los ventanales estallaron en mil pedazos. Y el maldito castillo ardió como una tea.

     Cada llamarada que se elevaba hacia el cielo, dibujaba sombras grotescas y deformes que sollozaban, gemían y aullaban. Se miraron aterrorizados. Sabían que alguna terrible maldición les sobrevendría por no haberle dado sepultura como era debido, en las criptas bajo la montaña. Y por haber prendido fuego a un milenario hogar, o tal vez un lugar anclado allí desde el origen de los tiempos, de seres abominables y sin nombre. Sin embargo, ya nada podía hacerse. O más bien, ya nada podía deshacerse. Y también, por primera vez en mucho tiempo, les daba igual. Tantos años de horrores y vejaciones, tantas generaciones de esclavos y torturados, tanta desgracia y sufrimiento por culpa de aquel ser vil y despreciable. El último de su estirpe. Reducido a humo y cenizas junto a los restos de su ancestral y diabólico linaje. Tuvieron que correr para escapar de las espantosas llamas. Lenguas de fuego que les seguían, que les llamaban, que les iban nombrando uno a uno. Huyeron a refugiarse al pueblo, al cobijo y calor de su santa y amada iglesia. Allí congregados, le rezaron, suplicaron y lloraron a su Dios. Pidieron perdón, hicieron promesas, se flagelaron y autoimpusieron severas penitencias…

     Pero ya era tarde. La maldición había surtido efecto y, en cuestión de minutos, el pueblo entero se vio envuelto en llamas. Nada pudo salvarse. Nada quedó en pie. Casas y cultivos, granjas y bosques… todo reducido a escombros humeantes. Todo, salvo la hermosa iglesia de piedra. Así que, en cierto modo, su Dios les había escuchado en el último momento. O tal vez la maldición no consiguió traspasar los muros de aquel lugar sagrado. En apenas un abrir y cerrar de ojos, lo perdieron todo. Sí, pero también habían logrado sobrevivir. Por lo tanto debían sentirse agradecidos. No era tiempo de arrepentirse o lamentarse. Llegaba el momento de comenzar de nuevo. ¿De la nada? Sí,  de la nada. Pero por fin sin la sombra de aquel tétrico castillo ni de la gélida y fantasmal  presencia de su último morador.


Juanma - 28 - Octubre - 2016                                                      

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