miércoles, 23 de diciembre de 2015

JINGLE BELLS

El reloj del campanario de alguna iglesia dio las doce de la medianoche. Las calles estaban desiertas y el silencio era sepulcral, casi fantasmagórico. Una densa niebla había caído al anochecer tornando la ciudad en una bella postal londinense. Pese a que era Nochebuena, a esa hora la mayoría de la gente permanecía en sus casas ingiriendo cantidades inverosímiles de alcohol, alimentos, abrazos y cursilerías varias. Otra tanta, menos cada año, acudía a la llamada de parroquias como la que acababa de tañer sus campanas para asistir a la tediosa misa del gallo. En un callejón solitario y casi a oscuras cercano a aquella iglesia, una figura envuelta en raídas mantas rebuscaba entre los cubos de basura. Era el contraste entre la opulencia y derroche de algunos en aquellas fiestas y la miseria e indigencia de otros. Pero para aquel pobre mendigo andrajoso, aquella noche significaba también un motivo de celebración. No porque le gustara la Navidad, a la que despreciaba con todo su alma, sino porque aquella noche los cubos de basura rebosaban de sobras de manjares exquisitos y postres deliciosos que la gente desechaba de sus mesas tras el atracón navideño.
     Acababa de encontrar un pequeño tesoro en forma de tarta de queso cuando otra figura encapuchada apareció en la entrada del callejón. El anciano mendigo le dirigió una mirada hostil. Aquél era su territorio, aquéllos sus cubos y todo lo que contenían, sus pertenencias. Pero como era Nochebuena, decidió que podría compartir parte de su botín con aquel otro pobre hombre. Siempre que sus intenciones fuesen buenas y no viniera con intención de buscar pelea o querer apropiarse del callejón. Había muchos como aquél en la ciudad. Cuando se acercó y estuvo a una distancia suficiente como para poder distinguir algo de entre las sombras siniestras, comprobó que no era una capucha lo que cubría la cabeza del extraño, sino un gorro rojo. Aquel personaje que se acercaba era un puto Papá Noel. ¡Cómo odiaba a aquellos malditos gordos asquerosos que estaban por todas partes y a todas horas aquellos días! ¡Con sus ridículos trajes rojos, su hipócrita sonrisa y su jodido Ho Ho Ho!
       —¡Ho Ho Ho! —Exclamó el recién llegado como si le hubiera leído el pensamiento— ¡Feliz Navidad!
    —¡Feliz Navidad una mierda! —Masculló el viejo— ¡Cómo se nota que no pasas hambre, gordo cabrón! Esa barriga no la has conseguido comiendo verdura…
     —¡Tranquilo amigo, tengamos la fiesta en paz!¡No sé a qué viene tanta hostilidad! Sólo me he acercado a saludar y ver si querría aceptar un humilde regalo de Papá Noel. ¡Es Navidad!
     El mendigo siguió mirándole con recelo y hostilidad, pero su corazón se ablandó un poco cuando vio que aquel hombre le ofrecía un paquete envuelto en papel de regalo y con un lazo blanco alrededor que acababa de sacar del enorme saco gris que portaba a la espalda.
     —No quiero nada. No necesito nada salvo encontrar algo de comida cada día para poder seguir viviendo.
     —Un pequeño obsequio no le va a hacer ningún daño. No es justo que todos esos niños que disponen de todas las comodidades del mundo en sus hermosas casas tengan docenas de regalos y la gente que más lo necesita se quede sin nada.
     —No sé… —el pobre anciano seguía titubeando indeciso, pero ya sentía cierta curiosidad ante lo que pudiera contener aquella misteriosa caja.
     —No tengo toda la noche… —añadió Papá Noel.
     —Tal vez… —empezó a ceder por fin ante la insistencia.
   —¡Vamos, cójalo!¡Es suyo! —le apremió el amable y jovial bonachón. Estiró la mano acercando el paquete al vagabundo. Éste alargó a su vez la suya con cuidado. Seguía sin confiar demasiado en aquel tipo. Nadie ofrecía obsequios a los viejos, los pobres y los indigentes. ¡Pero caramba, a caballo regalado no había que buscarle caries! Aferró el paquete con la mano derecha.
     Todo sucedió en un relámpago. El pobre diablo ni siquiera se enteró de qué había sucedido. Un instante antes tenía aquello en la mano. Después un resplandor surgió de la nada surcando la noche y las tinieblas del callejón. Y ahora su mano derecha estaba en el suelo, aferrando aún el regalo, cercenada de su muñeca. Del muñón le brotaba ahora un espeso chorro de sangre que salpicaba las mantas y su rostro. Papá Noel sujetaba un enorme machete que había sacado con la otra mano de un bolsillo oculto bajo el engañoso traje y reía a carcajadas.
     —¡Ho Ho Ho!¡Ho Ho Ho!¡Ho Ho Ho!
     —¿Pero qué demonios…? —el mendigo miraba confundido en todas direcciones; primero a su mano, después al muñón y seguidamente a su agresor.
     —Así que gordo cabrón, ¿eh? Así que lo único que deseabas era seguir viviendo, ¿eh? —Le preguntó mientras que, con una lengua sibilante, lamía la sangre que goteaba del cuchillo— Lo siento, deseo no concedido. Eso tenías que habérselo pedido a los Reyes Magos.
     El pobre vagabundo ni siquiera pensó en salir corriendo. Tampoco le hubiera dado tiempo. Papá Noel se acercó a él y con el afilado machete le abrió en canal desde la ingle hasta el esternón. Los intestinos se abrieron paso hacia el exterior, desparramándose como un ovillo de sucias y oscuras lombrices por el suelo.
     —¡Feliz Navidad! —le canturreó al oído mientras le rebanaba la garganta y, cerrando los ojos, abría la boca sobre la herida abierta y succionaba con deleite la sangre tibia que brotaba de ella, deleitándose con aquel salado sabor a hierro que abría las puertas de su alma y su percepción de par en par, transportándolo a perdidas y recónditas regiones del subconsciente que no era capaz de visitar en ningún otro momento de su vida cotidiana. Se dejó llevar por un éxtasis inimaginable.
     Aquella época del año era la mejor para su misión. Había cientos de aquellos personajes disfrazados por todas partes y podía pasar desapercibido haciéndose pasar por uno de ellos. Conocía de memoria las cuatro frases amables que tenía que decir a la gente con la que se cruzase. Sabía comportarse como era debido en según qué situaciones. Podía ser tan altruista, cariñoso y entrañable como un puñetero ángel del cielo. Y en la quieta y silenciosa madrugada, viejos solitarios como aquél, prostitutas haciendo la calle o algún que otro borracho perdido de vuelta a casa, resultaban un objetivo tan sencillo como apetitoso. Por supuesto, los niños y jovencitas eran su plato preferido y perdición, pero casi siempre iban acompañados de adultos. Aunque alguno también se dejaba camelar y caía en sus redes de vez en cuando. Le resultaba gracioso recordar cuando su madre le asustaba de pequeño con aquel cuento de que si se portaba mal se lo llevaría el hombre del saco. Ahora el portador del saco era él.
—¡Ho Ho Ho!
     Siempre repetía el mismo ritual. Cuando se había saciado de sangre, su licor navideño favorito por excelencia, les cortaba la cabeza y las echaba a su saco lleno de regalos. Cuando terminaba su cacería nocturna regresaba a su casa, muy alejada de la ciudad, gente curiosa e indiscreciones, y allí abría las cabezas para vaciarlas (¡los sesos en salsa y una copa de buen vino tinto le volvían loco!) y disecarlas a continuación. En la parte trasera de la casa, en una pequeña parcela que había aislado rodeándola de un alto y grueso muro de piedra, crecía un pequeño bosque de abetos. Sus preciosos árboles de Navidad. Cada año colgaba sus trofeos disecados de uno de ellos. Recordaba con particular cariño y entusiasmo el año 2007. De las ramas de aquel árbol colgaban veintisiete hermosas cabezas.
     El reloj del campanario de alguna iglesia dio la una de la madrugada. Le gustaba el canto de las campanas en el silencio de la noche. Terminó de lamer los restos de sangre que se habían coagulado alrededor del tajo de la garganta y se dispuso a cercenar la cabeza. Quedaba mucho trabajo por hacer y una larga noche de paz y amor por delante. Pero antes debía cambiarse la barba. Siempre le pasaba lo mismo. Se olvidaba de quitársela para beber y la dejaba toda pringada de sangre…

Juanma - 15 - Diciembre - 2014

                                       

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