miércoles, 16 de diciembre de 2015

EL REY DRUIDA

En los días en que el rocío de la creación aún estaba húmedo sobre la tierra, Elphín era señor de los nueve reinos de Rieland, y de los cinco mares que los circundaban. Al despertarse un día en Celydon, su principal fortaleza, contempló las agrestes colinas rebosantes de toda clase de vida y decidió reunir a sus hombres para organizar una cacería.
    La próspera zona del reino en la que Elphín solía cazar era conocida como Lloerg Fyn. Se puso en marcha hacia ella de inmediato con una considerable hueste de hombres de confianza y cabalgaron buena parte de la mañana, hasta cuando el sol comenzaba a imponerse a las brumas de la mañana para reinar otro día más sobre el mundo.
   Desmontaron para descansar y almorzaron en una gruta y, antes de que el astro rey calentara, se adentraron en la espesura de los bosques de Lloerg Fyn, donde soltaron a los perros. Elphín hizo sonar su cuerno de caza, reunió a sus huestes y, como era el jinete más rápido, salió al galope detrás de sus canes.

    
    Siguió a la primera presa que atisbó y, al poco tiempo, sus compañeros lo perdieron de vista y quedaron rezagados en la espesura. Mientras seguía los gritos de su jauría, escuchó a lo lejos los ladridos de otra, muy diferente de la suya, que parecía dirigirse hacia él y cuyo estruendo pavoroso helaba el aire. Cabalgó hasta un claro que se abría cerca, un terreno amplio y llano donde encontró a sus perros agazapados y lívidos de terror junto a unos arbustos, mientras la otra jauría corría detrás de un magnífico venado. Y he aquí que, mientras él observaba, los extraños mastines alcanzaron al animal derribándolo al suelo.
    Se acercó sin desmontar y notó entonces un extraño y peculiar olor que envolvía como una manta a los animales. De todos los perros de caza del mundo que había conocido, jamás había encontrado alguno como aquellos; el pelaje que los cubría era de un blanco reluciente y puro, casi albino, y el de sus orejas, rojo como sangre fresca, brillaba con igual pureza que el de sus cuerpos. Elphín cabalgó hasta los extraños animales y los dispersó, dejando a sus perros la pieza cobrada por los otros.
    Mientras sus hombres cargaban el enorme ciervo y él daba de comer a sus canes, apareció de repente ante él un jinete montado en un hermoso e imponente caballo negro, con un cuerno de caza colgado al cuello y camisa, calzas y botas grises por todo atuendo. Se acercó y habló:
    —Señor, sé quién sois, pero no os saludo.
    —Tal vez vuestro rango no lo requiera —contestó Elphín.
  —¡Los dioses son mis testigos! —exclamó el jinete— No es mi dignidad o la obligación del rango las que me lo impiden.
   —¿Qué otra cosa entonces, señor?¡Decídmelo pues!
   —Puedo y quiero —replicó el desconocido con voz hosca— ¡Juro por los dioses del cielo y de la tierra que es por vuestra propia ignorancia y descortesía!
   —¿Qué falta de cortesía para con vos habéis visto en mí? —preguntó Elphín, al que no se le ocurría ninguna.
   —No he visto jamás mayor desconsideración en ningún hombre —replicó el extraño—, que espantar a la jauría que ha cobrado una pieza y lanzar a la propia sobre ella. ¡Qué deshonra! Eso demuestra una deplorable falta de respeto. No obstante, no me vengaré de vos, aunque bien podría. Pero haré que un bardo os satirice en todos los rincones de vuestros reinos por un valor al que mil ciervos no competirían en precio.
   —Señor –le rogó Elphín compungido—. Si he cometido una equivocación, os pido disculpas y desearía que hiciéramos las paces.
   —¿En qué términos?
   —Aquellos que vuestro rango, cualquiera que sea, requiera.
   —Conocedme, pues. Soy rey elegido y coronado del reino del que procedo.
   —¡Qué prosperéis con grandeza! —le deseó Elphín— ¿Qué reino es ése, mi señor? Yo mismo soy rey de todas las tierras que conozco.
   —Ese reino es Arawn —respondió con solemnidad el jinete—. Soy Anawn de Arawn.
   Elphín se quedó mudo de asombro al oír ese nombre, ya que traía mala suerte conversar con alguien de las tierras oscuras… y más aún con el misterioso Rey Druida. Pero como se había comprometido a pagar su deuda, no tenía otra elección que mantener su palabra si no quería provocar mayor deshonor y desgracia sobre su reino y su propia persona.
   —Decidme pues, ¡Oh Rey!, si así lo queréis, cómo puedo enmendar mi desagravio y recuperar vuestra estima y obedeceré de buen grado.
   —Escuchádme, Rey Elphín; así la recuperaréis —explicó Anawn—. Un hombre cuyo reino limita con el mío me declara la guerra continuamente. Es Gudwyn, un noble traidor de Arawn.
   “Si me liberáis de su acoso —continuó—, lo cual para un gran rey como vos no debería resultar difícil, el daño será reparado, la deuda saldada y vos y vuestros descendientes seguiréis viviendo en paz conmigo y manteniendo el honor que se os supone.
   El Rey Oscuro pronunció unas misteriosas y arcanas palabras en un idioma desconocido y Elphín tomó la apariencia de Anawn, de modo que hubiera sido imposible diferenciarlos.
   —Como podéis comprobar, ahora tenéis mi forma y aspecto; por lo tanto, id a mi reino, ocupad mi lugar y gobernad como más conveniente creáis hasta que, a partir de mañana, se cumpla justo un año. Transcurrido ese tiempo volveremos a encontrarnos en este mismo lugar.
   —¿Y cómo reconoceré al enemigo del que me habláis? —preguntó Elphín.
   —Gudwyn y yo estamos comprometidos por un juramento a encontrarnos dentro de un año, esta misma noche, en el vado del río que separa nuestras tierras. Tú estarás en mi lugar, y si le asestas un único golpe mortal, no sobrevivirá. Pero por mucho que te suplique que le golpees de nuevo y le remates, no lo hagas; ni siquiera le escuches. Yo he luchado muchas veces contra él y después de rematarlo, por algún extraño conjuro, siempre reaparecía ileso y sin un rasguño a la mañana siguiente.
   —Muy bien —concedió Elphín—, haré lo que pedís. Pero, ¿qué le sucederá a mi reino durante mi ausencia?
   Anawn pronunció de nuevo aquellas palabras antiguas y oscuras y pasó e tomar el aspecto de Elphín.
   —Ningún hombre o mujer de tu reino notará el cambio —aseguró—. Yo ocuparé tu lugar, al igual que tú lo harás con el mío.

   Y de esta forma se pusieron en marcha. Elphín cabalgó a las profundidades del reino de Anawn y llegó varios días después a su castillo, con los más hermosos torreones, almenas, salones, patios y dormitorios que hubiera visto jamás. Los sirvientes salieron a recibirlo y le ayudaron a quitarse el traje de caza; a continuación lo vistieron con las más preciadas sedas y le condujeron hasta un gran salón, al que entró también una compañía de soldados, la más espléndida y mejor formada guardia que hubiera imaginado. La reina estaba allí, la mujer más hermosa de todas las de su época, como bien cantaban en sus canciones los bardos, ataviada con una túnica de terciopelo azul con bordados de oro y una larga melena de rizos y bucles rubios que brillaba como la luz del sol sobre el trigo dorado.
   La reina ocupó su lugar a la diestra de él y se pusieron a conversar. A Elphín le pareció la más encantadora, dulce, considerada, amable y complaciente de las compañeras. Su corazón se deshacía por ella, y deseó con todo su pensamiento llegar a tener algún día una reina para él la mitad de noble y hermosa que aquella. Pasaron la cena en agradable conversación, entre buenos manjares y exquisito vino, bellas canciones y entretenimientos de toda clase.
   Cuando llegó la hora de dormir, ambos se fueron al lecho. Sin embargo, tan pronto como estuvieron acostados, Elphín se volvió de cara a la pared dando la espalda a la reina. Así sucedió cada noche desde entonces en el transcurso del año siguiente. Cada mañana volvía a reinar el afecto y la ternura entre ellos, pero no importaba. Pese a la amabilidad que pudiera existir en las palabras que se dirigían durante el día, no hubo ni una sola noche diferente de la primera.
   Elphín pasó aquel año entre celebraciones y cacerías al tiempo que gobernaba el reino de Arawn equitativamente, con sabiduría y justicia, hasta que llegó la noche, recordada muy bien incluso por el más humilde habitante del reino, en que debía tener lugar el duelo con Gudwyn. Se preparó pues para asistir al encuentro, al sitio acordado, acompañado por los nobles de su reino.
   Cuando llegaron al vado, apareció un jinete que gritó:
   —¡Caballeros, prestad atención! Este es un encuentro entre dos caballeros, y entre sus dos cuerpos tan sólo. Cada uno de ellos reclama las tierras del otro, por lo tanto, apartémonos y dejemos que diriman entre ellos sus diferencias.
   Los dos jinetes cabalgaron al encuentro sin apartar el uno la mirada del otro ni un sólo instante. Elphín arrojó su lanza y la clavó en medio del emblema del escudo de Gudwyn, partiéndolo en dos y provocando que cayera hacia atrás, sujetando aún su lanza sobre la grupa del caballo, yendo a dar con sus huesos en tierra, con una profunda herida en el pecho, allí donde la lanza había seccionado el escudo.
   —¡Gran Señor! —gritó Gudwyn— No conozco ninguna razón por la que deseéis hacerme sufrir. Ya que me habéis herido de muerte, os suplico por todos los dioses que pongáis fin a mi sufrimiento.
   —Señor —respondió Elphín recordando el aviso de Anawn—, lamento tener que hacer esto. Encontrad a otro hombre que os mate, pues yo no lo haré.
   —Leales caballeros —suplicó Gudwyn a sus señores—, sacadme de aquí. Mi muerte es segura ahora y ya no podré proporcionaros más mi apoyo.
   Elphín, que para todos los presentes era Anawn, se volvió hacia los nobles caballeros y exclamó:
   —¡Súbditos míos, poneos de acuerdo ahora y decidid quién me debe lealtad!
  —¡Rey Anawn! —exclamaron todos, tanto del bando propio como del ajeno— ¡Todos os la debemos, ya que no hay más rey ahora que vos en Arawn!
   Y entonces le rindieron homenaje, le juraron obediencia y pleitesía, y Anawn tomó posesión de todas las tierras en litigio. Al mediodía de la mañana siguiente los dos reinos ya estaban en su poder, así que se puso en marcha para cumplir su cita con el otro rey, que aguardaba su llegada. Y ambos se alegraron de volverse a ver.
   —¡Qué los dioses os recompensen por vuestra amistad hacia mí! —exclamó alegre el verdadero Anawn— ¡Me he enterado de vuestro éxito!
   —Sí —replicó Elphín—, cuando lleguéis a vuestro hogar podréis comprobar que vuestros dominios han crecido.
   —Escuchadme pues —dijo Anawn—. En agradecimiento, cualquier cosa que hayáis deseado de mi reino será vuestra.
   Entonces Anawn pronunció las ya conocidas palabras mágicas y se produjo de nuevo la transformación, recuperando cada rey su apariencia verdadera, tras lo cual ambos regresaron de nuevo a sus respectivos reinos. Cuando Anawn llegó a su castillo, se sintió muy feliz y complacido de volver a encontrarse de nuevo entre los suyos. Sobre todo de volver a tener entre los brazos a su amada reina, a la que tanto había echado de menos en el último año. En cambio, los soldados y sirvientes, que no habían sentido su falta ni vieron nada extraño en su presencia allí, le trataron como de costumbre.
   Pasó el día disfrutando de su compañía y conversación. Después de la cena y las diversiones, cuando llegó el momento de irse a dormir, la reina y él se acomodaron en su lecho. Al principio el rey le habló, luego la acarició cariñosamente, y después hicieron el amor. Ella, que hacía ya un año que no conocía tal cosa, se dijo para sí:
   “¡Palabra de honor, que diferente esta noche de cómo se ha comportado durante el último año!”
   Y pensó en ello durante toda la noche. Y seguía pensando cuando Anawn despertó y le habló. Al no obtener respuesta de ella, la interpeló de nuevo, y a continuación una tercera vez. Finalmente, le preguntó:
   —Mujer, ¿por qué no me contestas?
  —Te diré la verdad —respondió volviéndose hacia él—. No había hablado nada durante un año en estas mismas circunstancias.
   —¡Mi señora! Yo creía que habíamos hablado continuamente, como siempre.
  —¡Qué me muera de vergüenza —replicó la reina—, si durante este último año, desde el momento en que nos metíamos entre las sábanas, ha habido cariño o conversación entre nosotros; ni tan siquiera me mirabas a la cara! ¡Mucho menos cualquier otra cosa!
   “Dioses del cielo y de la tierra, pensó Anawn, qué hombre tan extraordinario he encontrado como amigo. Una amistad tan fuerte e inquebrantable merece ser recompensada”.
   Y le explicó a su esposa todo lo que había sucedido en el último año.
   —Confieso —explicó ella cuando él hubo terminado—, que en lo que respecta a luchar contra la tentación y mantenerme fiel a ti, encontraste un magnífico aliado.
   Entretanto Elphín llegó a su propio reino y empezó a hacer preguntas entre sus nobles y siervos para sondear lo acontecido durante el último año sin que ellos sospecharan nada.
   —Rey y señor —le dijeron—, vuestro criterio no pudo ser mejor, nunca os habíais mostrado tan amable y comprensivo, y jamás tan dispuesto a utilizar vuestros bienes en favor del pueblo. A decir verdad, nunca habíais gobernado con tanta justicia como el pasado año. Por consiguiente, os damos las gracias de todo corazón.
   —¡No me deis las gracias a mí! —replicó el rey— Dádselas más bien al hombre que ha realizado todas esas acciones en mi lugar –observó que lo miraban boquiabiertos y procedió a relatarles la historia. Todos se asombraron de su lealtad y castidad.
   Porque Elphín, a pesar de ser un rey apuesto y aun joven, no tenía reina. Recordó a la hermosa dama que había sido su supuesta esposa en Arawn y suspiró por ella, dando largos paseos nocturnos por las solitarias colinas que circundaban su palacio.
   Una noche, a la hora del crepúsculo, se encontraba de pie sobre un montículo de piedra contemplando parte de la inmensidad de sus dominios, cuando ante él apareció un anciano que le dijo:
   —Es característico de este lugar que quien se siente sobre este promontorio, sufrirá en breve un profundo cambio en su vida; o bien recibirá una herida terrible y morirá, o bien presenciará un maravilloso prodigio.
   —La verdad es que en mi presente estado, poco me importa vivir o morir, pero bien que podría animarme algo el contemplar una visión maravillosa. Por lo tanto, aquí seguiré posado y que acontezca lo que deba ser.
   Elphín siguió sentado mientras el anciano desaparecía tras el recodo de un camino. De pronto contempló a una mujer montando una magnífica yegua blanca, pálida como la luna cuando se alza sobre los campos en la época de la cosecha. Iba engalanada con telas y sedas bordadas en plata y oro y cabalgaba hacia él con paso lento y firme.
   El rey bajó de su improvisado trono para ir a su encuentro, pero cuando llegó al camino que discurría al pie de la colina, ella se había alejado. La persiguió tan deprisa como sus pies podían llevarle, pero cuanto más intentaba darle alcance más se distanciaba ella. Por fin abandonó la persecución y regresó a sus aposentos.
   No obstante, pensó en aquella visión toda la noche y concluyó:
   “Mañana por la noche, me sentaré de nuevo en el mismo sitio y llevaré conmigo el caballo más veloz de todo el reino”.
   Así lo hizo. Y una vez más observó a la doncella que se acercaba. Elphín saltó sobre la silla de su corcel y lo espoleó para salir a su encuentro. Sin embargo, a pesar de que ella mantenía a su espléndida montura al paso, y él marchaba al trote, cuando llegó al pie de la colina, ella se hallaba ya demasiado lejos. El caballo del rey salió como un rayo al galope tras su estela pero, aunque volaba veloz como un huracán furioso, no le sirvió de nada; cuanto más rápido la perseguía, más era la distancia que se interponía entre ellos.
   Elphín se maravilló de aquel extraordinario suceso y dijo:
   —Por los dioses que es inútil perseguir a la dama. No sé de ningún caballo que sea más rápido que éste y ni siquiera ha conseguido acercarse un poco más de lo que estaba al principio —y su corazón se sintió tan desdichado que gritó invadido por un gran dolor mezclado con rabia:
   —¡Doncella, por el bien del hombre al que améis, esperadme!
   La mujer se detuvo y volvió hacia él. Cuando llegó a su lado, retiró el velo de seda que le cubría el rostro. Y he aquí que se encontró con la mujer más bella y hermosa que hubiera contemplado cualquier mortal de sus nueve reinos. Más bella que una primavera entera sembrada de flores, que la primera nevada del invierno, que el cielo estrellado de una noche de verano, que los colores ocres del otoño.
   —Os esperaré de buen grado —comentó risueña—: y hubiera sido mejor para vuestro caballo si lo hubieseis pedido antes.
   —Señora —dijo él amablemente—, ¿de dónde venís? Y decidme, si podéis hacerlo, la naturaleza de vuestro viaje.
   —Mi señor —añadió la dama en tono respetuoso—, viajo en una misión secreta y me alegro de encontraros.
   —Sed bienvenida entonces —saludó Elphín, mientras pensaba que la belleza junta de todas las hermosas damas que había conocido, eran insignificantes comparada con aquella musa de ensueño.
   —¿Cuál es entonces, si me permitís preguntarlo, el motivo de esa misión?
   —Por supuesto que podéis; el motivo de mi búsqueda no era otro que vos.
   Elphín sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho.
   —Esa resulta ser una excelente búsqueda desde mi punto de vista pero, ¿quién sois?
   —Mi nombre es Rhiannon; soy hermana de Anawn de Arawn.
   El rey no daba crédito a lo que escuchaba.
   —No sabía que mi buen amigo Anawn tuviera una hermana.
   —Ahora lo sabéis —contestó la muchacha—. Además de un buen rey, y de un maravilloso hermano, es un loable amigo para aquellos que se lo demuestran. Aquí estoy para vos, y si me rechazáis, jamás amaré a nadie más.
   Elphín seguía sin poder creer lo que estaba sucediendo, pero se dejó llevar por la fuerza de aquel maravilloso prodigio y el encanto de la doncella.
   —Hermosa criatura, si pudiera escoger entre todas las mujeres de este mundo y de cualquier otro, mi dama siempre seríais vos.
   La muchacha sonrió, y brilló tal felicidad en sus ojos que Elphín tuvo que entrecerrar los suyos para no quedar cegado.
   —Muy bien, mi señor —dijo Rhiannon—. Venid pues al castillo de mi hermano donde va a celebrarse una gran fiesta, y pedid allí mi mano.
   —Con mucho gusto lo haré —concluyó Elphín inclinándose ante su señora.
   Y así fue como el Señor de los nueve reinos de Rieland y los cinco mares que los circundaban, contrajo matrimonio con la hermana de su buen amigo, Anawn de Arawn, y pudo tener, al fin, su propia reina; Rhiannon, la Reina Druida, con la que compartió un reinado próspero y feliz.



Juanma – 16 Diciembre - 2015                        

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