jueves, 19 de noviembre de 2015

SANGRE (CAPÍTULO II)

CAPÍTULO II


"Excelente el vino, querido anfitrión. Tengo que reconocerlo.
     Me sucede con el vino lo mismo que con la sangre. Después de tantos siglos de probar incontables tragos de cada, pocas veces encuentro alguno nuevo que me estremezca de emoción. Mi paladar se ha vuelto delicado. Y exquisito.
     Quería hablarle de mis orígenes. No de mi despertar como ser humano. De la vida y obra de Vlad Tepes ya se relata bastante en los libros de historia. Aunque no todo es cierto. Y hay muchas cosas que se han tergiversado. Pero lo que quería contarle es el origen de mi vida como vampiro.
     Muy poca gente a lo largo de la historia se ha preguntado por este detalle. ¿Acaso a nadie le interesa cómo, cuándo y quién me convirtió? ¿Cómo fueron aquellos primeros tiempos? ¿Qué fue de mi padrino o si vive todavía? ¿Quién fue mi primera víctima? ¿No les parecen de importancia tales aspectos?
     ¿Verdad que sí, amigo? Por supuesto.
     Aunque también es cierto que, para comprender cómo me convertí, es necesario hablar un poco de mis tiempos de humano. Sólo lo necesario. La realidad es que nadie me convirtió en contra de mi voluntad. Fui yo el que eligió ser transformado. Se ha hablado y escrito mucho sobre ciertas costumbres extrañas de mi juventud. Sí, he de confesarlo. Sentía placer con la práctica de ciertas perversiones y torturas sobre mis enemigos. Y cuando probé la sangre por primera vez… ¡No puede imaginar el deleite que embriagó todo mi ser! ¡Jamás cosa alguna me había extasiado tanto! No lo pude evitar. Se convirtió en un deseo irrefrenable. Una pasión inimaginable se apoderaba de mí cuando contemplaba el líquido vital de la existencia. ¡No podía resistirme! Y ya no conseguí detenerme. Era como una droga. Y cuando no la tomaba, tenía lo que ustedes llaman síndrome de abstinencia, ¿no es así?
     Como ya habrá deducido por algunos pequeños detalles de nuestra conversación, el cine es uno de los inventos de sus congéneres que más me fascinan. Por supuesto, dentro de todo ese amplio submundo, también he degustado muchas de esas películas del género que ustedes denominan gore. ¡Ay, qué tiernos son ustedes en ocasiones! Si hubieran pasado un par de noches en los mejores tiempos de mi castillo, esas filmaciones les hubieran parecido más propias de Walt Disney. 
     Pero regresemos a nuestra historia. No era ningún secreto en mi querida patria la existencia de unos seres ancestrales mitad humanos, mitad demonios. Las criaturas de la noche, las llamaban los gitanos de las aldeas. Desde muchos siglos atrás, formaban parte de la cultura y el folclore popular de mí país. Todo el mundo conocía su existencia. Aunque nadie quería hablar abiertamente de ello. Se consideraba de mal agüero. La superstición era muy fuerte por aquel entonces entre los lugareños. Se temía que, al nombrarlos o hablar de ellos, se les diera pie a venir o entrar en sus vidas. Como una invitación. Eso no era del todo cierto. Pero el tema era tabú y se esquivaba mencionarlo.
     Sin embargo, yo me había decidido a contactar con alguna de aquellas criaturas. Estaba dispuesto a llegar hasta ellas. Se hablaba de que conocían el secreto de la inmortalidad. Y de que se alimentaban exclusivamente de sangre. Cualquiera de aquellas dos razones por separado ya era para mí más que suficiente. Las dos juntas eran algo, más que irresistible, vital.
     Claro que tenía miedo, Víctor. No se conocía demasiado de aquellos seres, pero sí se sabía que eran salvajes, indómitos, imprevisibles… No podía estar seguro de salir con vida de contactar con alguno de ellos. Lo más probable es que incluso las posibilidades fuesen mínimas. Debía de intentar ser convincente en la exposición de mis argumentos. Debía de andar con mucha cautela. Y debía ir solo. Así que, mi querido amigo, tenía miedo. Sentía pavor, pánico, terror. El mismísimo príncipe de Valaquia, el azote y horror de sus enemigos y sus propios amigos, vecinos y congéneres, aquel ser inmundo con piel humana que era capaz de las más sangrientas y crueles atrocidades, también era capaz de sentir temor. Había seres más poderosos y terroríficos que él sobre la faz de la tierra. Y él quería ser como ellos. Uno de ellos.
     Conseguir mi propósito no fue tarea sencilla. Me costó meses. No se nos puede encontrar si no queremos. Somos nosotros los que encontramos o nos dejamos ver si así lo deseamos. Primero debía saber dónde hallarlos, cuál era su hogar o escondite si es que lo tenían, o sus lugares de paso si eran nómadas. Me contaron de un clan de gitanos de las montañas que conocían su paradero. Y hacia allí me encaminé. Me costó encontrarlos aún a ellos, tan recóndito e inaccesible era el lugar. Y el encuentro no fue demasiado amigable, que digamos. No eran gente hospitalaria y dada a entablar ningún tipo de vínculo con extranjeros. Para ellos, cualquiera que no perteneciera a su raza lo era.
     Pero también sabían quién era yo. Hasta en lugares tan remotos habían llegado mis hazañas. Lo quisieran o no, yo también era su príncipe. No sabían si alguna guarnición de mis soldados se hallaba oculta en las inmediaciones. Podía reducir a cenizas a toda su familia con sólo chasquear los dedos. Es más, podía disfrutar empalando a algunos de sus niños, comiéndome crudas sus vísceras, haciéndome un traje con su piel. Tampoco eran desconocedores de que era yo el que protegía las fronteras de nuestro reino de los invasores bárbaros e impíos, de las hordas de infieles musulmanes que intentaban asolar la cristiandad. Los gitanos tienen sus propios y extraños dioses, pero también son fieles devotos de Cristo.
     Con cierto temor, desprecio y desdén, pero accedieron a hablarme de los vampiros. Me contaron que conocían un sitio, un enorme círculo de cuevas horadadas en lo más inaccesible de los Cárpatos, donde habitaban algunos de ellos. Les pregunté cómo sabían de su existencia y, aun así, seguían con vida. Sabían protegerse de ellos. Había ciertos remedios, protecciones, defensas… Y también conocían armas que podían hacerles daño. No eran infalibles, pero solían ser fiables. Ellos les evitaban y, los vampiros, hacían lo propio con ellos. Tenían una especie de trato de no agresión. Se ignoraban mutuamente. Había alimento de sobra para todos en la inmensidad de los valles y montañas.
     Hicieron una especie de conjuro para ofrecerme protección. Me obsequiaron con un collar de flores de ajo y un recipiente de agua bendita. He de aclarar que el ajo no sirve de ayuda contra nosotros, tan sólo nos molesta su olor. No más que el del azahar o el sándalo. Y el agua bendita tampoco es de mucha ayuda contra nosotros. Quema un poco, nada más. Tampoco los crucifijos nos devuelven a nuestra tumba. Nos repugna su visión y la evitamos, como sucede con cualquier otra reliquia o adorno cristiano. Somos criaturas que han renegado de Dios; nos repudia y, a su vez, le repudiamos. No obstante, con toda esa mísera parafernalia no se termina con la vida de un vampiro. Aunque sí les puede hacer apartarse. Retroceder unos metros. Darte unos valiosos momentos para intentar escapar o, como yo pretendía, conseguir hablar con ellos. Pese a todas las precauciones, mis anfitriones me aseguraron que la misión en la que me embarcaba era un suicidio, que no tenía salvación posible. Que una vez me adentrara en sus dominios, no dispondría de ayuda exterior… y que el nombre de Vlad Tepes, nada les diría a aquellas criaturas ni me serviría de salvoconducto para atravesar protegido sus fronteras.
     Eso ya lo sabía, pero no había vuelta atrás…
     ¿Me ofrece otra copa de ese maravilloso vino, querido amigo?

Juanma - Octubre - 2015                                 


                                                                                                  

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