domingo, 16 de agosto de 2015

LAS GRIETAS DEL TIEMPO

¿No os sucede que hay días, a veces semanas enteras, en los que parece que se percibe como una especie de brecha resquebrajando el tiempo? No me refiero al meteorológico, claro está, con sus aburridos anticiclones, sus pesadas borrascas y sus indescifrables isobaras; sino al del tictac, al de los relojes, al intento superfluo y vano de los prepotentes humanos de querer poner muescas en el aire, de intentar contabilizar aquello que, en el fondo, es incontable. De soñar con conquistar aquello que, por suerte o por desgracia, es inconquistable: el tiempo.

Pues una de esas grietas me separó a hurtadillas del mundo; yo le hablaba de ella a todo el mundo desde pequeño pero, como suele suceder con los niños, suponían que eran imaginaciones mías y no me creía nadie. Las puñeteras suposiciones de los adultos que se pasan la vida suponiendo cosas hasta que todo se desmorona y lo único que les queda por suponer es que les llega la muerte. Y eso no es una suposición, es una dolorosa certeza. Se lo contaba a mis padres, a mis abuelos, a mis amigos, a los duendecillos que se escondían debajo de la cama, a la bruja que habitaba en el armario... Se lo contaba hasta a la profesora Isabel que, al menos, me escuchaba con una media sonrisa de no me creo nada pero qué bonito te lo inventas todo; le decía que el sol siempre me daba un poco de miedo, que el olor de las verduras hervidas me ponía de mal humor, que jamás podría dejar de sentir náuseas con cualquier melodía de trompeta. Bueno, los instrumentos en general no me entusiasmaban demasiado. A excepción de la guitarra, claro está. Y el piano. Y los laúdes y las arpas, por supuesto. Quizá hubo un tiempo (un fragmento perdido, una muesca atascada, una telaraña destejida, otro pedazo de retal de mi infancia cosido a la memoria) en que me desenvolvía bien, y podía cantar con la rabia grunge (aún no inventada) de un adolescente rebelde ansiando comerse el mundo; hasta los perros callejeros y los gatitos del callejón me contemplaban atónitos, mirándome de soslayo como si hubieran visto un elefante azul surcando el cielo, con una indescriptible e insólita ternura que se quedaba colgando del alfeizar de mi ventana. 

Los huidizos y buenos tiempos... aquellos veranos de travesuras, con un pie haciendo huella en el cemento recién echado de las aceras, llamando en la hora de la siesta a los telefonillos de las casas de las vecinas que me caían mal, riendo como si la risa fuese eterna y no tuviera fecha de caducidad. De aquellos lodos también han sobrevivido algunos barros, de aquellos huecos aún queda también alguna cáscara; llena de oxígeno, de intemperie, de lazos de sangre. De cosmética inútil para intentar engañar a las arrugas del tiempo. Y de las cervezas que, pocos años después, me mimaban el paladar en el patio del rock and roll. La gente que más habla de ello, es la que menos sabe. Como suele suceder casi siempre. Ellos no lo pueden entender. No lo presenciaron. No fueron partícipes. Definitivamente, no estuvieron allí. Y, por más que se empeñen ahora, no les quedan primaveras ni cofres del tesoro para el futuro, tan sólo recuerdos ahogados de olvido. Todas las madrugadas, antes de iniciar ese pausado y sutil simulacro de convencer al sueño para que venga y me recoja, tirito de nostalgia al recordar el acordeón de la luna de mi niñez, un acordeón imaginario (esta vez sí) que reencarnaba a un alegre y divertido arlequín coleccionista de los subconscientes amorosos de mi conciencia, Hay noches febriles en las que el colchón parece un océano que me acuna, un déjà-vu inquietante que me encharca los tímpanos de lamentos, de susurros, de aullidos de los lobos de otras lunas. De los extraños ungüentos y pócimas que supuran y burbujean en los calderos de mi aquelarre particular. La luna y sus ojos selenitas, que siempre se ponen de eclipse cuando arrecian las pesadillas. El mañana que llega, cuando no se necesita. El hoy que se escapa, cuando más falta hace. Observando la marea que engulle la arena de mi playa. Y aún hoy, el hada del espejo de mi cuarto me sigue sacando los colores con sus hermosos hoyuelos y su voz de cuentacuentos.

¿Sabéis una cosa? El pasado es un afilado péndulo que oscila sin cesar, incansable como ese reloj de cuco que cada uno de nosotros porta en su corazón. Y ese tic-tac, tic-tac, tic-tac que no da tregua y nos recuerda que viajamos a la deriva, nos desconsuela. Pero el tiempo también se puede disecar. ¿Cómo lo consigo yo? Cojo una piedra redonda y pulida o la corteza de un árbol muerto, también sirve una caracola de mar; y le pongo encima unas gotas de mi sangre. Tampoco es necesario abrirte las venas. Entonces cierro los ojos y tarareo en mi memoria alguna canción que de niño me hizo feliz. Y me llevo su melodía a mis sueños. Entonces soy capaz de escucharme a mi mismo. El reloj se detiene y, por un fugaz instante que brilla tanto que parece eterno, puedo ver por esa grieta el alma del universo.

Juanma - 16 - Agosto - 2015