viernes, 17 de julio de 2015

NOCHES DE INSOMNIO

Siento nostalgia de aquellos mágicos desayunos en blanco y negro de nuestra adolescencia. El trigo dorado de los verdes campos ahora en las tostadas de nuestra mesa. Mientras tanto, se nos había quedado Junio enredado en el pelo, trenzado entre las pestañas. Azul oscuro casi negro era el color de los fantasmas que se acercaban a visitarnos, monstruos envidiosos y celosos del elixir de la felicidad alrededor de la hoguera de la madrugada. Extrañas y efímeras materializaciones del infierno de nuestros recuerdos. Y, pese a que nadie nos creía, eran tan ciertos como el trigo y las tostadas. No eran neblinosas presencias como dibujos animados surgidos del exceso de cerveza y marihuana. Podíamos tocarlos. Acariciarlos con la punta de los dedos. Aullaban nuestros terrores más profundos desde el corazón de nuestras médulas bajo la gélida bóveda de las constelaciones. Y, por cierto, hablando de estrellas y luces en el firmamento, siempre decía Venus, muy dulce y suave: “voy titilando entre ellas”. ¡Y por supuesto que titilaba! La fortuna era un aguijón de hermosa locura, de néctar venenoso trazando una perfecta bisectriz en los huecos del viento. Sobrellevábamos la desgana de deshojar las margaritas del futuro como unos hermosos kamikazes desafiando la eternidad del tiempo, una falsa moneda de dos caras y tres cruces desafiando la gravedad de las almas. Almas rebeldes esnifando el sonido de las arpas. Y afirmábamos que nos dolían las ojeras cuando bien sabíamos que las ojeras no duelen. Lo que nos dolía era su peso. Y los pensamientos. ¡Ésos sí que dolían! Porque éramos adictos a decir idioteces posmodernas para rellenar aquellos incómodos silencios que surgían cuando las palabras parecían haberse marchado de vacaciones. Nuestras cabezas albergaban más aire que el interior de un globo. Nos giraban las pupilas de tanto cielo, de demasiado firmamento, de infinito azul. Y nos temblaban las pestañas por culpa de la desafinada melodía de la luna llena y su risa más glacial que todos los inviernos del mundo juntos. Así que sí, siento nostalgia de aquellos mágicos desayunos y de todo lo que, tras ellos, nos deparaba el largo día...


                                                                       * * *


Hubiese sido maravilloso poder quedarnos a habitar, o como poco a acampar, un fin de semana dentro de nuestros sueños. Poder regalar todos los viejos tesoros que ya no cabían en los cofres de nuestras venas, o las excusas imperfectas inventadas en momentos imperfectos; subastar la tristeza, la pereza, la mala vida, los marchitos momentos caducados de una juventud ya cicatrizada de arañazos; vender la felicidad, el alma, la inocencia, la risa, y las últimas puestas de sol de los veranos; y los helados de formas y sabores y colores, y los gintonics fríos; recordar aquellos sujetadores que no aprendíamos a desabrochar a la primera, y las sonrisas traviesas, y las pupilas enamoradas, y los besos que no nos atrevíamos a dar ni a la segunda, y las medianoches a medio acabar sin estrenar, y los pinchos y las cervezas a pie de playa, y los bañadores horteras de colores horteras que siempre llevaban gentes horteras; dar rienda suelta al corazón que desafiaba al futuro y al destino con emociones cada vez más fuertes, recuerdos del anoche y del ayer desde su guarida secreta en nuestro corazón; todo, absoluta y definitivamente todo, la música, las barbacoas, el agua salada, las facturas sin pagar, el viento, las bicicletas, los orgasmos, las cintas de cassete rebobinadas con un gastado bic sin tinta, y aquellas viejas y encantadoras salas de cine con antipático acomodador de gesto huraño, el olor a pescaíto frito, o a un perfume nuevo, el salitre en la piel; todo el infinito por permanecer tan sólo otro efímero instante más allí y en aquel momento; acampados, vivos, queridos, renovados, añorados, especiales... volviendo a ser etéreos y únicos y maravillosos entre los acordes renacidos y las voces resucitadas. De aquellas canciones de nuestros sueños...


                                                                       * * *


Algunas veces olvido muchas más cosas de las que recuerdo. Y a estas alturas del largometraje, eso puede ser un virus mortal mutando dentro del cuerpo. Y a veces es al contrario. De repente, se me viene encima un alud ingente de imágenes eclosionando ladera abajo de la montaña de mis recuerdos. Flashes, fotografías, diapositivas que, a trasluz del hipotálamo, moldean y distorsionan a su antojo la realidad de los colores que alguna vez desfilaron por la pasarela de mi retina; y todo es verde, azul, amarillo, sepia y gris. Tonalidades gastadas y marchitas de tanto usarlas.


                                                                       * * *


¿Recuerdas cuando todas las noches eran una revolución en las calles, una vieja herida supurando olas y espuma en nuestro alma indomable? Éramos conscientes de que no teníamos alas, pero casi sabíamos volar. Aquel extraño mundo que se tornaba indómito y salvaje cuando llegaba la madrugada y subía la marea... y los buenos tragos y los valientes amigos aderezaban la melodía que atesorábamos dentro. Aquello había sucedido desde siempre, pero no lo sabíamos... ¿y cómo demonios lo íbamos a saber? Todavía no se había agrandado, ni siquiera producido, la enorme grieta superpuesta entre los mundos, los continuos y delirantes déjà-vu alucinados ni el incontrolable temblor en las manos y en el tiempo. Jugábamos a músicos y compositores conscientes de que no éramos nosotros, sino el viento, el que hacía el amor a nuestras trompetas. Y que su hermosa y bella melodía, citando a Keats, era incluso más dulce cuando no se oía, como el canto de las sirenas, y que hechizaba a los marineros, embriagaba a los caminantes y cortejaba sin reparo ni timidez las medias sonrisas de la luna. ¿Recuerdas aquellos grandes milagros de las pequeñas cosas? Esos nunca se vendieron en las tiendas...


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Por mucho que los médicos lo afirmen, yo sé bien que los fármacos apenas sirven para mucho. Desde luego, no tras los conjuros, las oraciones, las pócimas o el fabuloso aullido de los lobos amarrados al bosque del invierno. La melancolía más profunda del mundo es un corazón latiendo entre tus sienes. Pero siempre es lo mismo... ¿qué van a decir ellos? ¡Ellos, que nunca acaban de entender, quizá porque ni han empezado a hacerlo, que el alma del universo no puede medirse en gramos, metros, minutos o porciones!. Esas mentes de miras tan estrechas que jamás se atreven a pisar el maravilloso borde del círculo frente a ellos, pese a que ellos mismos lo hayan trazado infinitas veces con la tiza de sus dogmas, mantras y lecciones. 


                                                                       * * *


Pepito Grillo siempre me decía, mientras se liaba otro porro o abría una lata de cerveza ya caliente por los vaivenes de la conciencia, que el tiempo se puede disecar. Yo me reía a carcajadas y le decía que no fumase más marihuana Pero poco rato después, cuando pensaba que quizá pudiera estar perdiéndome algo importante, le preguntaba: "¿A qué te refieres? ¿Es como coger una fotografía y meterla dentro del congelador?" Entonces era él quien se desternillaba de risa. "¡No, inútil, así no! En ese caso nunca dejarías de imaginar, soñar y pensar en ese congelador, en esa bella sonrisa femenina de la foto que ahora se está cubriendo con una capa de hielo, o en tu felicidad al lado de esa chica fragmentándose en cristales de nieve. Terminarías por congelarte tú mismo o mudándote a vivir al frigorífico para vigilar de reojo si tu pasado se escapa por alguna grieta. El tiempo es una especie de péndulo enorme que oscila sin cesar suspendido en los hombros del Universo, un travieso reloj de cuco que todos y cada uno de nosotros lleva en la puerta de su corazón. Si decides colgarte de él, es probable que te caigas. Y también es posible que no. Depende de como agarres tu tiempo. Ten por seguro que nadie quiere caerse, pero la mayoría termina por romperse el cuello".


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Cae la tarde y se pone el sol, tambaleante y de color óxido, en las afueras de un día cualquiera de cualquier ciudad. Caen con él dos primaveras y un deseo y un quizá como si fuesen telones desgarrados y descoloridos por detrás de los tejados humeantes de las fábricas. A pocos metros de allí, una muchacha tose con fuerza en un lavabo sucio y solitario porque el amor hace que le pique a horrores la garganta, y la luna llena de la noche que se aproxima es un Cupido cazador experto y sin escrúpulos. Mientras tanto, un tembloroso anciano hojea, melancólico, un periódico amarillento de hace siete vidas, setenta años o la mismísima eternidad. Varios infartos, en distintos hospitales, apagan la llama de respectivas vidas sin hacer ruido, como pistolas con silenciador, un alegre mimo sonríe por placer y por querer y por inercia tras su inmaculada pintura blanca, bajo el mismo perpetuo silencio callejero que llena a medianoche un cuarteto de saxofonistas tiñendo las calles de partituras y acordes de jazz. En uno de los breves descansos en que la música cesa, un suicida se lanza a volar al vacío desde uno de esos malditos y enormes rascacielos que tapan la mitad de las estrellas del firmamento, una tienda de "tenemos cualquier cosa que no sirve para nada" baja al fin su persiana y un huraño adolescente, de rostro surcado de nostalgia y acné, garabatea en el interior de un cine su firma en el asiento de delante como si de su primer contrato remunerado se tratase. Y al ritmo de su firma, su padre, en el otro extremo de la ciudad, que viene a ser como el otro extremo del mundo, se limpia los restos de desesperanza y olvido de la camisa y baja a beber un trago, o dos o tres, al bar de abajo, al tiempo que su madre se ducha, pero sin conseguir que el agua disipe las lágrimas de fuera, o siquiera las tristezas y desilusiones de dentro. Y en la esquina de la calle de abajo, al lado mismo del bar, cuatro amigas sonríen al flash de una foto y tal vez al futuro, y una florista con gesto de pesadumbre y cansancio termina su último ramo de la tarde y la semana, se levanta de su mesa de trabajo, pone el cartel de cerrado a su tienda y se pregunta, un día más, por qué coño las flores no vivirán para siempre igual que las añoranzas.


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No sé muy bien por qué, pero desde niño me han gustado mucho todas las formas trapezoides, sin terminar, del Universo. Y los triángulos escalenos y obtusos. Y las formas obscenas de tan bellas. Quizá, de forma inconsciente, haya sido una forma de definir mi oposición a ciertas cosas... o tal vez de exteriorizar mi rebeldía. Todos mis vicios, mis gustos y aficiones opuestos a mi educación obligatoria. Mi capacidad analítica podría ser cuantificada, dentro del subsuelo, como bajo mínimos. Algunos de mis profesores nunca entendieron la naturaleza embriagadora, liberadora y enriquecedora de los viajes, por no decir galimatías, en forma de versos de mi mente. Es posible que, sin saberlo, anduviese escudriñando o merodeando por aquellos pequeños precipicios ausentes de significado cuando me topase de bruces con la luna llena a lo lejos, y me sintiese como un lobo en celo, al tiempo que exhalaba bocanadas de humo con olor a Lord Byron o William Blake. Y el alma más revuelta que un puzle. A menudo observaba cómo mi memoria se fragmentaba en piezas de mosaico de colores violentos, vaporosos o translúcidos. Y era extraño comprobar que te reñían por querer alcanzar siempre las cotas o simas más elevadas o profundas del escepticismo. Así que me gustaba contestar a las preguntas con otras preguntas. Eso siempre daba resultado; sacaba de quicio al rival. Las preguntas son mariposas que vuelan en libertad hasta que se multiplican y siguen volando. La mirada interrogante, al acecho; varias luciérnagas encerradas dentro de una urna de cristal en una habitación a oscuras; la eternidad de lo efímero; Bob Dylan, Billie Holiday, Jim Morrison, Elvis Presley Janis Joplin... Tal vez todo fue resultado y consecuencia de atiborrar con vodka a un duende de la ciudad hasta dejar su garganta como un desfiladero, con afán de comprobar hasta dónde llegaban los acantilados del mundo. Algo parecido. O, quizá, todo lo contrario. Después de caminar hacia ninguna parte durante bastante tiempo, ya no te interesan demasiado los senderos que acaban en algún lugar...


Juanma - Julio - 2015                                                                                  

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