viernes, 24 de julio de 2015

LOS COÁGULOS DEL TIEMPO

¡Qué complicado resulta respirar
en esta era tecnológica sin alma
ni recuerdos...!
Cambiar los mapas por prisiones,
los sueños por pesadillas,
la eternidad por un suspiro
en la frontera del abismo.
Los regalos por anhelos,
el otoño por el sueño de una noche de verano,
los mariposas en el estómago
por un atardecer en el hueco de tu ombligo.

¡Qué complicado es ocultar las huellas,
crucificar el aroma de la juventud como si fuese
un jodido mandamiento...!
Hacer guardia noches enteras
esperando a que se abracen los muñequitos del semáforo
sin recompensa.
Es triste vivir fuera de la música de los discos,
lejos de las aventuras de los libros
y de las madrugadas libres y salvajes,
no poder (ni saber) quedarse a dormir
en el tejado de las canciones.
Desdicha es que el tiempo a tu lado sea limitado,
felicidad convertir tu pelo y tu piel en un templo
o un parapeto contra las flechas
de los coágulos del tiempo.

Tristeza es tomarse la última al amanecer,
querer conservar tu corazón en ámbar,
o como una flor deshojada y cosida
con fuego al infierno de mis entrañas.
Querer y no poder encontrarnos por dentro,
tener que escapar del bullicio,
las sonrisas enclaustradas,
que los sábados se deshagan
como jirones de niebla,
o el canto de hermosas sirenas
que habitaban en islas
más allá del último confín de tu espalda.

Dejar atrás nuestra infancia es
acercarse a bailar con la muerte,
aunque a veces consigamos regresar a ella
con un aroma o alguna canción
y un vaivén de poesía entre las pestañas.
Por un momento
volvíamos a ser niños para la eternidad
y yo notaba un escalofrío
en la nuca
y un vértigo tatuado
en la piel del alma.

Llevamos el miedo en la mirada
como una cicatriz,
un algoritmo,
o el aullido
de la libertad
de los niños que fuimos,
de los años sin calendarios ni relojes,
de las ilusiones que dormían
agazapadas en los laberintos
del corazón..


Juanma - 24 - Julio - 2015                                                                  

viernes, 17 de julio de 2015

NOCHES DE INSOMNIO

Siento nostalgia de aquellos mágicos desayunos en blanco y negro de nuestra adolescencia. El trigo dorado de los verdes campos ahora en las tostadas de nuestra mesa. Mientras tanto, se nos había quedado Junio enredado en el pelo, trenzado entre las pestañas. Azul oscuro casi negro era el color de los fantasmas que se acercaban a visitarnos, monstruos envidiosos y celosos del elixir de la felicidad alrededor de la hoguera de la madrugada. Extrañas y efímeras materializaciones del infierno de nuestros recuerdos. Y, pese a que nadie nos creía, eran tan ciertos como el trigo y las tostadas. No eran neblinosas presencias como dibujos animados surgidos del exceso de cerveza y marihuana. Podíamos tocarlos. Acariciarlos con la punta de los dedos. Aullaban nuestros terrores más profundos desde el corazón de nuestras médulas bajo la gélida bóveda de las constelaciones. Y, por cierto, hablando de estrellas y luces en el firmamento, siempre decía Venus, muy dulce y suave: “voy titilando entre ellas”. ¡Y por supuesto que titilaba! La fortuna era un aguijón de hermosa locura, de néctar venenoso trazando una perfecta bisectriz en los huecos del viento. Sobrellevábamos la desgana de deshojar las margaritas del futuro como unos hermosos kamikazes desafiando la eternidad del tiempo, una falsa moneda de dos caras y tres cruces desafiando la gravedad de las almas. Almas rebeldes esnifando el sonido de las arpas. Y afirmábamos que nos dolían las ojeras cuando bien sabíamos que las ojeras no duelen. Lo que nos dolía era su peso. Y los pensamientos. ¡Ésos sí que dolían! Porque éramos adictos a decir idioteces posmodernas para rellenar aquellos incómodos silencios que surgían cuando las palabras parecían haberse marchado de vacaciones. Nuestras cabezas albergaban más aire que el interior de un globo. Nos giraban las pupilas de tanto cielo, de demasiado firmamento, de infinito azul. Y nos temblaban las pestañas por culpa de la desafinada melodía de la luna llena y su risa más glacial que todos los inviernos del mundo juntos. Así que sí, siento nostalgia de aquellos mágicos desayunos y de todo lo que, tras ellos, nos deparaba el largo día...


                                                                       * * *


Hubiese sido maravilloso poder quedarnos a habitar, o como poco a acampar, un fin de semana dentro de nuestros sueños. Poder regalar todos los viejos tesoros que ya no cabían en los cofres de nuestras venas, o las excusas imperfectas inventadas en momentos imperfectos; subastar la tristeza, la pereza, la mala vida, los marchitos momentos caducados de una juventud ya cicatrizada de arañazos; vender la felicidad, el alma, la inocencia, la risa, y las últimas puestas de sol de los veranos; y los helados de formas y sabores y colores, y los gintonics fríos; recordar aquellos sujetadores que no aprendíamos a desabrochar a la primera, y las sonrisas traviesas, y las pupilas enamoradas, y los besos que no nos atrevíamos a dar ni a la segunda, y las medianoches a medio acabar sin estrenar, y los pinchos y las cervezas a pie de playa, y los bañadores horteras de colores horteras que siempre llevaban gentes horteras; dar rienda suelta al corazón que desafiaba al futuro y al destino con emociones cada vez más fuertes, recuerdos del anoche y del ayer desde su guarida secreta en nuestro corazón; todo, absoluta y definitivamente todo, la música, las barbacoas, el agua salada, las facturas sin pagar, el viento, las bicicletas, los orgasmos, las cintas de cassete rebobinadas con un gastado bic sin tinta, y aquellas viejas y encantadoras salas de cine con antipático acomodador de gesto huraño, el olor a pescaíto frito, o a un perfume nuevo, el salitre en la piel; todo el infinito por permanecer tan sólo otro efímero instante más allí y en aquel momento; acampados, vivos, queridos, renovados, añorados, especiales... volviendo a ser etéreos y únicos y maravillosos entre los acordes renacidos y las voces resucitadas. De aquellas canciones de nuestros sueños...


                                                                       * * *


Algunas veces olvido muchas más cosas de las que recuerdo. Y a estas alturas del largometraje, eso puede ser un virus mortal mutando dentro del cuerpo. Y a veces es al contrario. De repente, se me viene encima un alud ingente de imágenes eclosionando ladera abajo de la montaña de mis recuerdos. Flashes, fotografías, diapositivas que, a trasluz del hipotálamo, moldean y distorsionan a su antojo la realidad de los colores que alguna vez desfilaron por la pasarela de mi retina; y todo es verde, azul, amarillo, sepia y gris. Tonalidades gastadas y marchitas de tanto usarlas.


                                                                       * * *


¿Recuerdas cuando todas las noches eran una revolución en las calles, una vieja herida supurando olas y espuma en nuestro alma indomable? Éramos conscientes de que no teníamos alas, pero casi sabíamos volar. Aquel extraño mundo que se tornaba indómito y salvaje cuando llegaba la madrugada y subía la marea... y los buenos tragos y los valientes amigos aderezaban la melodía que atesorábamos dentro. Aquello había sucedido desde siempre, pero no lo sabíamos... ¿y cómo demonios lo íbamos a saber? Todavía no se había agrandado, ni siquiera producido, la enorme grieta superpuesta entre los mundos, los continuos y delirantes déjà-vu alucinados ni el incontrolable temblor en las manos y en el tiempo. Jugábamos a músicos y compositores conscientes de que no éramos nosotros, sino el viento, el que hacía el amor a nuestras trompetas. Y que su hermosa y bella melodía, citando a Keats, era incluso más dulce cuando no se oía, como el canto de las sirenas, y que hechizaba a los marineros, embriagaba a los caminantes y cortejaba sin reparo ni timidez las medias sonrisas de la luna. ¿Recuerdas aquellos grandes milagros de las pequeñas cosas? Esos nunca se vendieron en las tiendas...


                                                                        * * *


Por mucho que los médicos lo afirmen, yo sé bien que los fármacos apenas sirven para mucho. Desde luego, no tras los conjuros, las oraciones, las pócimas o el fabuloso aullido de los lobos amarrados al bosque del invierno. La melancolía más profunda del mundo es un corazón latiendo entre tus sienes. Pero siempre es lo mismo... ¿qué van a decir ellos? ¡Ellos, que nunca acaban de entender, quizá porque ni han empezado a hacerlo, que el alma del universo no puede medirse en gramos, metros, minutos o porciones!. Esas mentes de miras tan estrechas que jamás se atreven a pisar el maravilloso borde del círculo frente a ellos, pese a que ellos mismos lo hayan trazado infinitas veces con la tiza de sus dogmas, mantras y lecciones. 


                                                                       * * *


Pepito Grillo siempre me decía, mientras se liaba otro porro o abría una lata de cerveza ya caliente por los vaivenes de la conciencia, que el tiempo se puede disecar. Yo me reía a carcajadas y le decía que no fumase más marihuana Pero poco rato después, cuando pensaba que quizá pudiera estar perdiéndome algo importante, le preguntaba: "¿A qué te refieres? ¿Es como coger una fotografía y meterla dentro del congelador?" Entonces era él quien se desternillaba de risa. "¡No, inútil, así no! En ese caso nunca dejarías de imaginar, soñar y pensar en ese congelador, en esa bella sonrisa femenina de la foto que ahora se está cubriendo con una capa de hielo, o en tu felicidad al lado de esa chica fragmentándose en cristales de nieve. Terminarías por congelarte tú mismo o mudándote a vivir al frigorífico para vigilar de reojo si tu pasado se escapa por alguna grieta. El tiempo es una especie de péndulo enorme que oscila sin cesar suspendido en los hombros del Universo, un travieso reloj de cuco que todos y cada uno de nosotros lleva en la puerta de su corazón. Si decides colgarte de él, es probable que te caigas. Y también es posible que no. Depende de como agarres tu tiempo. Ten por seguro que nadie quiere caerse, pero la mayoría termina por romperse el cuello".


                                                                       * * *


Cae la tarde y se pone el sol, tambaleante y de color óxido, en las afueras de un día cualquiera de cualquier ciudad. Caen con él dos primaveras y un deseo y un quizá como si fuesen telones desgarrados y descoloridos por detrás de los tejados humeantes de las fábricas. A pocos metros de allí, una muchacha tose con fuerza en un lavabo sucio y solitario porque el amor hace que le pique a horrores la garganta, y la luna llena de la noche que se aproxima es un Cupido cazador experto y sin escrúpulos. Mientras tanto, un tembloroso anciano hojea, melancólico, un periódico amarillento de hace siete vidas, setenta años o la mismísima eternidad. Varios infartos, en distintos hospitales, apagan la llama de respectivas vidas sin hacer ruido, como pistolas con silenciador, un alegre mimo sonríe por placer y por querer y por inercia tras su inmaculada pintura blanca, bajo el mismo perpetuo silencio callejero que llena a medianoche un cuarteto de saxofonistas tiñendo las calles de partituras y acordes de jazz. En uno de los breves descansos en que la música cesa, un suicida se lanza a volar al vacío desde uno de esos malditos y enormes rascacielos que tapan la mitad de las estrellas del firmamento, una tienda de "tenemos cualquier cosa que no sirve para nada" baja al fin su persiana y un huraño adolescente, de rostro surcado de nostalgia y acné, garabatea en el interior de un cine su firma en el asiento de delante como si de su primer contrato remunerado se tratase. Y al ritmo de su firma, su padre, en el otro extremo de la ciudad, que viene a ser como el otro extremo del mundo, se limpia los restos de desesperanza y olvido de la camisa y baja a beber un trago, o dos o tres, al bar de abajo, al tiempo que su madre se ducha, pero sin conseguir que el agua disipe las lágrimas de fuera, o siquiera las tristezas y desilusiones de dentro. Y en la esquina de la calle de abajo, al lado mismo del bar, cuatro amigas sonríen al flash de una foto y tal vez al futuro, y una florista con gesto de pesadumbre y cansancio termina su último ramo de la tarde y la semana, se levanta de su mesa de trabajo, pone el cartel de cerrado a su tienda y se pregunta, un día más, por qué coño las flores no vivirán para siempre igual que las añoranzas.


                                                                       * * *


No sé muy bien por qué, pero desde niño me han gustado mucho todas las formas trapezoides, sin terminar, del Universo. Y los triángulos escalenos y obtusos. Y las formas obscenas de tan bellas. Quizá, de forma inconsciente, haya sido una forma de definir mi oposición a ciertas cosas... o tal vez de exteriorizar mi rebeldía. Todos mis vicios, mis gustos y aficiones opuestos a mi educación obligatoria. Mi capacidad analítica podría ser cuantificada, dentro del subsuelo, como bajo mínimos. Algunos de mis profesores nunca entendieron la naturaleza embriagadora, liberadora y enriquecedora de los viajes, por no decir galimatías, en forma de versos de mi mente. Es posible que, sin saberlo, anduviese escudriñando o merodeando por aquellos pequeños precipicios ausentes de significado cuando me topase de bruces con la luna llena a lo lejos, y me sintiese como un lobo en celo, al tiempo que exhalaba bocanadas de humo con olor a Lord Byron o William Blake. Y el alma más revuelta que un puzle. A menudo observaba cómo mi memoria se fragmentaba en piezas de mosaico de colores violentos, vaporosos o translúcidos. Y era extraño comprobar que te reñían por querer alcanzar siempre las cotas o simas más elevadas o profundas del escepticismo. Así que me gustaba contestar a las preguntas con otras preguntas. Eso siempre daba resultado; sacaba de quicio al rival. Las preguntas son mariposas que vuelan en libertad hasta que se multiplican y siguen volando. La mirada interrogante, al acecho; varias luciérnagas encerradas dentro de una urna de cristal en una habitación a oscuras; la eternidad de lo efímero; Bob Dylan, Billie Holiday, Jim Morrison, Elvis Presley Janis Joplin... Tal vez todo fue resultado y consecuencia de atiborrar con vodka a un duende de la ciudad hasta dejar su garganta como un desfiladero, con afán de comprobar hasta dónde llegaban los acantilados del mundo. Algo parecido. O, quizá, todo lo contrario. Después de caminar hacia ninguna parte durante bastante tiempo, ya no te interesan demasiado los senderos que acaban en algún lugar...


Juanma - Julio - 2015                                                                                  

miércoles, 8 de julio de 2015

HUELLAS

Busco tus huellas y quiero encontrarte
para siempre jamás,
como en la última frase de mi cuento favorito.
Una molécula de tu aliento,
el manantial de tus labios
o un equinoccio en tus pestañas.
La misteriosa luz de una luciérnaga al otro lado del mundo,
en Irlanda,
en China,
en Praga...
la cicatriz temblorosa
de otra
madrugada
en el reino sinuoso de tu espalda,
media mañana a deshora. Tres relámpagos de amor.

Ahora vuelvo.

Un blues de medianoche en la mirada,
las células de tu adolescencia,
las pecas de tu niñez
a toda prisa como esporas.
O mariposas que preferían danzar colgadas de tus pestañas
a regalarle su vuelo a cualquiera.

El futuro en una incógnita,
y el vértigo de una duda
con las muñecas cortadas
y desangrada en la bañera,
los atardeceres que evaporan los cuatro puntos cardinales,
o un abrazo de no te vayas
y una cerveza fría..

El atlas de tu dormitorio,
dos tercios de abril entre tus piernas,
el otro entre mis brazos
porque la primavera no caduca
ni a las entrañas de Madrid le duelen los reproches.
Un pupitre con un niño nuevo,
la brújula desimantada de un marinero,
perdiendo el norte y el sur por el hueco de tu ombligo,
toda la eternidad jugando a inventar
rosas de los vientos que nunca marcaron los rumbos
del horizonte.

Aburrido, insustancial y anodino.

Como las páginas de esquelas de los periódicos viejos.
Los espejos que devuelven
el reflejo de tu mirada a mis pupilas.
Los icebergs derretidos y las alas de las libélulas.
El presente pausado en las pantallas de cine.
Los espíritus de los antepasados en las fotos,
tristes y marchitos y somnolientos.
O un suspiro aullando en la madrugada de los lobos.
Mi sed de ti rugiendo en todas nuestras melodías.
La bruja de la noche robando neones a los bares.
Tu olor a bosque que siempre regresa para embriagarme.
Y enterrar mi cadáver en una fosa de estrellas fugaces
para resucitar a últimos de Octubre y buscarte de nuevo a primeros
de Noviembre.

Podría quedarme atrapado en un recuerdo tan fugaz y dulce,
entre cautivos,
y gemidos
y colores
y océanos
y olvidos
y senderos
y andenes
y trenes
y parpadeos
y relámpagos
y acordes...

Y si Tokio ya no nos quiere,
saber que en tu pelo es siempre verano y vacaciones.
y guardarte como el secreto perpetuo de un niño,
las diabluras de un duende travieso,
el espantapájaros de Oz,
la sonrisa de Cheshire,
o la flor de aquel Principito,
que no comprendía a los adultos
ni quería ser nunca mayor.

Entre rosas y espinas
la luz de las televisiones encendidas
y ardiendo en las casas de los infernales agostos,
pero con programas y gente distinta
cada verano.
Y amantes teniendo salvajes orgasmos en los hoteles.
Y el asfalto un horno,
los tejados derritiéndose,
las conversaciones de los bares,
la breve pero inabarcable distancia entre
la piel y los tejidos
y, o
nosotros besándonos con pasión,
la prisa de la comida del supermercado por subir las escaleras
y ponerse a salvo en el frigorífico,
y el ruido de las latas de cerveza al abrirse
y al vaciarse,
mientras otra malvada cigarra riéndose de una nueva hormiga
y las semanas parecen de arena y sol
hasta que llegan los viernes.

Otro vinilo rayado
y el aguijón de un te quiero en la garganta,
el paraíso es un billete sin retorno al asiento
de atrás
de las llamas del infierno más acá de tu bufanda.
Amar es
una isla perdida y solitaria y,
desde allí,
el mundo es verde,
más verde que el verde de la primavera de los cuadros,
porque todas mis vidas y muertes y reencarnaciones
empiezan y acaban en Septiembre..

Los caricias infinitas,
el solsticio de tu ombligo,
astronautas enredados en tu pelo,
el cuelga tú, tú primero,
el ajedrez de la vida,
la lujuria de las abejas y las flores,
las cañas y las tapas,
los gusanos de los vicios,
las noches sin dormir tatuadas en los rostros,
el sopor y desencanto de los lunes...
Pasatiempos, sopa de nostalgias,
juegos de niños y, en un parpadeo, juegos de manos.

¿Tal vez o quizá?

Ámame si te atreves.
Mi lengua en tu cuello es un acróbata
valiente y decidido...
Pero,
(puñetera palabra)
ya nada es mío ni tuyo ni de nadie;
la primavera, imperfecta,
el otoño, desconfiado,
el océano, un vertedero,
nosotros, distintos,
pero los mismos.
Sobrevolando abismos
como buitres la carroña,
disfrazándonos de hipócritas y cínicos,
regalando colores que no son nuestros.

Te conservo en el baúl de los recuerdos
donde guardo los tesoros que más quiero,
por debajo del subsuelo,
por encima de las nubes,
entre llamas del Averno...
Tal cual un verso aguerrido y salvaje
que sobrevive a la batalla
y nos empuja hacia el acantilado
y nos corona como héroes del abismo.
Sin pensarlo.
Sin quererlo.
Hemos sido la pesadilla favorita de un idiota,
mientras los dioses bebían de nuestros sueños
hasta dormirse, ebrios y felices.
Como tus manos dormidas en las mías,
como gatitos perezosos
en el vals de mi regazo.

Te guardo como huellas del desierto,
como luces del pasado,
como restos de una hoguera
fugaz y eterna,
que insufla aire,
que desangra
que da muerte y que da vida
al embrión de cada amor.


Juanma - 8 - Julio - 2015