Caía la tarde en silencio, quieta y taciturna allá por
Noviembre, cuando entré por vez primera en aquel viejo café con la mirada
extraviada, perdida entre las sombras de mis pensamientos. Poco más de diez
mesas llenaban el local. Sus paredes estaban adornadas por antiguas lámparas de
aceite rescatadas de las entrañas del tiempo. Las mesas estaban ocupadas por
viejos bohemios, viajeros y artistas que charlaban amistosamente entre el humo
de sus pipas y el ruido de los vasos al chocar entre sí y contra las mesas.
Pese a que la curiosidad me había movido varias veces a acercarme hasta la puerta de aquel viejo cuartel y refugio de literatos, siempre me había faltado el valor para dar el último paso y franquear el umbral. Bajo aquella tenue luz de los candiles y algún disperso candelabro, miré alrededor en busca de alguna mesa libre a la que sentarme. Me llamó la atención una en la que se encontraba un hombre solitario que parecía huir de los demás. Un vaso y una botella de vino eran el centro de su mirada, y podría decirse que tal vez de su universo. Era alto y delgado. Su cara afilada estaba surcada de viejas arrugas y llagas, enmarañada en una larga y espesa barba blanca. Un roído y gastado sombrero negro cubría su anciana calva y sus penetrantes ojos negros, hermosamente tristes, me causaron una honda impresión. Fumaba lentamente, pero a grandes caladas, de una larga pipa marrón que envolvía su rostro entre densas oleadas de humo.
No sé las razones
que me movieron a sentarme con él. Debió ser una atracción digna de las flechas
de Cupido, pues al momento estaba yo allí, sentado junto a un hombre que de
nada conocía y con el que entablaba una animada conversación que no sabía hacia
dónde podría conducirme.
Era un artista.
Así me lo contó
mientras que el viejo y canoso pianista intentaba arreglar una hermosa pieza de
Chopin que ya casi había destrozado previamente. Los débiles murmullos de los
contertulios parecían acompañar vocalmente la música. Mi compañero, con una voz
grave pero con reminiscencias de un pasado donde tuvo que ser melodiosa y
cantarina, comenzó a hablar; me contó sus viajes, sus amores, sus alegrías y
sus penas. Tenía un amplio y variado surtido de cada.
Había viajado
varias veces por todo el mundo… y conocía todas y cada una de sus culturas.
Viajero empecinado y solitario, había acompañado incluso a los budistas del
Tibet en su curiosa peregrinación. Entre las facetas que había cultivado cabría
destacar la literatura, la pintura, la escultura y el aburrimiento, todas con
notable satisfacción. Tenía varios libros publicados y había tratado casi todos
los estilos; novela, ensayo y poesía. En el declive de su carrera, tras la
muerte de su esposa, había entablado una estrecha amistad con la bebida que lo
condujo, año tras año y botella tras botella, hasta la precaria situación en
que yo lo había encontrado. Fue un verdadero retrato, o más bien un curioso
bajorrelieve, el que dibujó ante mis ojos maravillados.
Y siguió hablando.
Me dibujó parajes y hermosos lugares que yo no sabía que existían; los inmensos
palacios de mármol y mosaicos, los castillos de altas almenas y profundos
calabozos, las amplias llanuras, las eternas montañas de cimas coronadas por
nieves perpetuas y los bosques infranqueables se fueron levantando piedra a
piedra, árbol a árbol, en mi imaginación. Me hizo contemplar el brillo de la
tierra y de los pesados anillos de oro y plata en las manos imperiales, las
cúpulas de los techos hindúes irguiéndose hacia el cielo como espadas
inmortales…
Un hechizo nos fue
embargando a ambos.
Aquel hombre era
todo un artista. Me habló de su arte y sus ideales como una madre de sus hijos.
A pesar de sus profundos conocimientos sobre historia y cultura, su intensa y
longeva vida y su sabio arte, noté una profunda tristeza en sus ojos, como si
el triunfo no hubiera querido sonreír a sus esfuerzos. Ahora, cansado del
mundo, parecía querer vivir una intensa vida interior sin preocuparse de todo
aquello que le rodeaba. Me miró lánguidamente a los ojos y, tras apurar la
enésima copa de vino, dijo con voz cansada:
-Mi único sueño no
cumplido, aquel que llena de pesares mi corazón, no es otro que no haber
conseguido llegar jamás a ser poeta.
-Pero si usted ya es
poeta –le dije yo con todo el convencimiento del que fui capaz de imponer a mi
voz–. Usted mismo me ha dicho que escribió y publicó varios libros de poesía.
-¿Y crees que
escribir unos cuantos versos es hacer poesía? –me contestó esgrimiendo una
irónica sonrisa mientras abría una nueva botella de vino que acababa de pedir y
servía otras dos copas. Tomó un pequeño sorbo de la suya y continuó hablando–
De cada cien personas, setenta han escrito o imaginado algunos versos en el
transcurso de su vida. Quizás, con mucha suerte, encontremos de entre todas
ellas un único aprendiz de poeta. Y ese, probablemente, no escribirá poesía.
-¿Qué es pues, en su
opinión, ser poeta? –le pregunté.
-Mira a esos jóvenes
muchachos –me dijo señalando a un grupo de jóvenes que charlaban amigablemente
en una esquina del local–. No hay uno sólo de ellos que valga verdaderamente
como poeta y, sin embargo, ahí los tienes felices y alegres, llamándose
maestros los unos a los otros. A menudo vienen, me leen sus versos y piden mi
opinión. Yo no soy amigo del engaño, pero no me veo con suficientes fuerzas
para arrebatarles su única y gran ilusión, pues con ello les mataría. Creen en
ellos mismos y son felices, y yo no soy quién para robarles esa felicidad.
Mientras esperan mi veredicto, puedo palpar la duda y el desengaño en sus ojos
más… ¿qué puedo hacer? ¡Hay tanta libertad en sus almas!¡Tanta ilusión en sus
corazones! Cuando les digo que van por el buen camino el cielo se ilumina y
brilla en sus ojos. Después de todo, tampoco les engaño del todo. No está mal
lo que escriben. Pero jamás llegarán a ser maestros o poetas. Al igual que tampoco
yo lo lograré.
“Pero
lo que más me apesadumbra del todo es que ellos creen en mí, piensan que soy un
poeta de verdad… y yo apenas supero su arte. Y si lo supero es tan sólo por la
experiencia que me dan los años. Me has preguntado qué es ser poeta… ¿quién
puede saber eso con certeza? Es lo mismo que si me preguntaras por Dios o la
vida después de la muerte. Si yo pudiera encontrar la respuesta no dudaría en
viajar hasta el más recóndito confín del universo para encontrarla. Pero puedo
decirte algo; la poesía es algo sublime, maravilloso, casi místico o
espiritual. Un pintor o escultor pueden hacer poesía con su obra igual que un
enamorado puede hacerla con sus palabras, miradas o besos. Poesía no es tan
sólo encadenar cuatro o cinco versos seguidos… ni rimarlos. Eso puede hacerlo
el más común de los mortales. Tampoco es plasmarla sobre un papel, si no
sentirla, vivirla y saberla tuya, parte de ti. Y eso sólo pueden hacerlo los
genios, los verdaderos poetas. Y de ésos ha habido pocos en el mundo a lo largo
de la historia. La poesía se siente dentro al contemplar una mariposa, una nube
o una flor… –se detuvo en seco, como si estuviera recordando algo. Aproveché la
ocasión para preguntarle:
-¿Y usted nunca se
ha sentido así?
-No… no como hubiera
debido. Supongo que lo entenderás mejor si te digo que comprender la poesía es
como alcanzar el nirvana. Algo parecido a ello he sentido al leer a Novalis,
Goethe o Blake. Pero jamás llegaré a ver con los ojos abiertos ni una pequeña parte
de todo lo que ellos vislumbraban con los suyos cerrados. Si quieres te daré un
pobre consejo de viejo cascarrabias, pues es lo único que puedo ya ofrecerte. Has de saber que el
cuerpo humano es sólo una envoltura en la que se refleja el alma, una especie
de crisálida. Es como el mar, que no tiene color propio y es tan sólo un vasto
reflejo del cielo. La belleza existe sólo en la mirada interior de aquel que
quiere conocer la verdad y la busca en su corazón. Nunca dejes de hacerlo… no
dejes de buscar jamás dentro de ti. Si llegas algún día a conocerte a ti mismo,
ya habrás conseguido llegar un paso del camino más lejos que yo.
Apuró
su copa de vino y se levantó. Me dio la mano y se marchó en silencio, encorvado
como si llevara una pesada carga sobre sus hombros. Me dijo que vivía allí
cerca, pero nunca he vuelto a verlo.
Desde
aquel día visito todas las tardes aquel viejo café con la esperanza de
encontrarle. Pero la mesa ha permanecido vacía desde entonces. En su rincón, la
chimenea murmura su triste cantar y el grupo de jóvenes continúa charlando
amigablemente y llamándose maestros los unos a los otros.
Y
yo sigo pensando todos los días en aquel hombre… en aquel poeta. Pues a pesar
de que él mismo no se considerara como tal, jamás he contemplado un rostro y
unos ojos más poéticos, ni escuchado unas palabras que expresaran mejor la
poesía que las suyas. Y ahora tengo un profundo pesar en mi alma y mi corazón.
Se
me olvidó preguntarle su nombre.
Juanma - 12 - Octubre -
1997