martes, 8 de noviembre de 2011

EL REFLEJO INVISIBLE

Tuvo un sueño extraño, como tantas y tantas noches, en el que se levantaba de la cama y se miraba al espejo.

Notaba como arena en la boca y todos los dientes se le caían. Primero despacio, de uno en uno, casi como si fuesen de cristal. Y después sentía cómo se le iban desprendiendo los demás. Se le caían demasiados, cerca de cien, más de los que tenía, sin que entendiera cómo eso podía ser posible; a continuación los escupía en el lavabo con asco y asombro, y sin embargo nunca era el fin del mundo. Sintió una especie de zarandeo y despertó. 

Se levantó y fue caminando con cautela hasta el baño, aunque no conocía los pasillos que recorría, por lo que llegó a la conclusión de que no estaba en su casa. Se sentía extraño, confundido, huraño. Un día pensó que era alguien, pero aquella noche se sentía demasiado lejos de ser nadie. Se miró al espejo. O eso pretendía, pero no lo consiguió. Del otro lado del espejo no había nada. No es que no hubiera reflejo, era más bien como mirar cara a cara al vacío, nada de nada. Ni un ojo, ni una pestaña, ni un pequeño destello que anunciara que estaba ahí. Nada. Una coqueta estantería de madera, los azulejos de cerámica de las paredes, una cortina azul casi transparente en la bañera. Aquello sí se reflejaba. Pero él no estaba. Se asustó bastante, por supuesto. Aunque no tanto como uno podría suponer que alguien se asustaría si desapareciera del espejo. Recordó el mito de los vampiros, y pensó que él también hacía tiempo que se estaba quedando sin sangre. Seguramente no fuera eso, pero ni siquiera podía verse el cuello para asegurarlo. 

Se metió en la bañera para darse una ducha, intentando cantar alguna canción que recordara. Seguía sin poder entender hacia qué extraño mundo se había fugado su reflejo, preguntándose si podía uno sentirse completo cuando aquella persona que habitaba dentro de ti mismo había decidido abandonarte. 

Apenas una semana después se dio cuenta de que se había perdido, que en algún lugar y algún momento de sus últimos días se había extraviado. Que tal vez era lo que no era, o que quizás ya no era lo que era o, en última instancia, que no sabía qué diablos era ahora, ni dónde ni cuándo estaba. Dudó: ¿estaría ése, su otro yo, pensando en aquel mismo momento aquellas mismas cosas? Decidió que no, que aquello era imposible, que estaba desvariando, que como mucho aquel otro estaría ya tomando decisiones para cambiar las cosas, que seguro que no miraba hacia atrás como él y que, de hecho, tal vez fuera esa la razón de que se hubiera marchado. Se sintió solo y cruelmente abandonado. Sintió algo parecido a la envidia. En aquel instante, casi hubiera preferido que de verdad se le cayeran los dientes. 

Intentó simular que no pasaba nada, que aquello no iba con él, que no le importaba. Pero, ¿cómo podía no importarle? Cuando se cumplieron otras tres noches más de sueños encriptados decidió salir a buscarse. En los bares. En los restaurantes. En las bibliotecas. En los parques. En las calles. En los diarios que escribieron cuando aún tenía reflejo. Pero no estaba. 

El espejo se volvió mudo, ciego e insensible.

Una noche mientras paseaba, ya de madrugada, creyó ver en las pupilas de alguien una boca. Una boca que se movía de manera familiar, y que al instante reconoció como propia; y detrás nada. ¿Podía imaginarse? Sólo una boca flotando en las pupilas de alguien, pero algo era algo; y en aquellas circunstancias algo era mucho, y mucho era demasiado Volvió a casa radiante y feliz. Y al día siguiente, en los ojos de una muchacha que había amado, descubrió que no había sólo una boca, sino su propia mirada. Y de aquella manera tan asombrosa fue reapareciendo, poco a poco, entre los párpados de aquellos que conocía o con los que se encontraba: una amiga de la infancia tenía una oreja, otra los dientes (por suerte no se le habían caído), un vecino los pómulos,  su compañera de trabajo las pestañas. Fue coleccionando mentalmente los fragmentos, y volvió a conseguir algo remotamente parecido a un reflejo. No era mucho, era tan sólo el esbozo de un recuerdo triste. No obstante, consiguió volver a  dormir. 

A la mañana siguiente intentó algo nuevo: probó a sonreír. Su sonrisa, ya casi no la recordaba, apareció como por arte de magia, estaba ahí detrás. Detrás de todo... aunque delante de nada. Un poco tenue, casi etérea, pero sí, parecía la suya, a todo color, con sus labios carnosos y todo. Su sonrisa perdida... por fin ahí estaba. Le vino a la memoria un recuerdo de hacía mucho tiempo, cuando una novia que tuvo le dijo que él era como el gato de Cheshire y su sonrisa, la misma del gato.

Y probó de nuevo a sonreír. Y comprendió que nunca debió de dejar de hacerlo y que, de ahí en adelante, jamás dejaría pasar ni un sólo día más de toda su vida sin regalar una sonrisa a alguien...


Juanma - 9 - Noviembre - 2011



   

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